Fuente de todos los dones

Posted by: Laudem Gloriae

Santísima Trinidad 02 (04)

Desde el Adviento hasta el tiempo pascual, la Iglesia nos ha hecho considerar las manifestaciones sublimes de la misericordia de Dios con los hombres: la Encarnación, la Redención, Pentecostés. Al finalizar el tiempo de la Pascua endereza nuestra mirada a la fuente de tales dones, a la Santísima Trinidad, de quien todo proviene, de modo que aflora espontáneamente a los labios el himno de reconocimiento entonado en el Introito de la Misa: “Bendita sea la Trinidad santa y la indivisa Unidad: la ensalzaremos porque volcó sobre nosotros su misericordia”. La misericordia de Dios Padre “que amó al mundo hasta entregar por él a su Unigénito” (Jn. 3,16); misericordia de Dios Hijo que, para redimirnos se encarnó y murió en la Cruz; misericordia del Espíritu Santo, que se dignó bajar a nuestros corazones para comunicarnos la caridad de Dios, para hacernos partícipes de la vida divina.

Muy oportunamente la Iglesia ha incluido en el Oficio divino del día la bella antífona de resonancias paulinas:
“Charitas Pater est, gratia Filius, communicatio Spiritus Sanctus, beata Trinitas”; el Padre es caridad, el Hijo es gracia y el Espíritu Santo es la comunicación de ambas, o sea, la caridad del Padre y la gracia del Hijo nos son comunicadas por el Espíritu Santo que las infunde en nuestros corazones. No se puede sintetizar mejor la obra maravillosa de la Trinidad a favor de nuestras almas. Por eso el Oficio divino y la Misa del día son un himno de agradecimiento y alabanza a la Santísima Trinidad, son como un Gloria Patri y un Te Deum continuados. Y estos dos himnos, el uno en su compendiosa brevedad, y el otro en su majestuoso alternarse de alabanza, son los himnos propios del día, destinados a excitar en nuestros corazones un eco profundo de alabanza, de agradecimiento, de adoración.

“¡Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro! Ayúdame a olvidarme totalmente de mí para establecerme en Ti, inmóvil y tranquila, como si mi alma estuviera ya en la eternidad. Que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de Ti, oh mi Inmutable, sino que en cada momento me sumerja más íntimamente en la profundidad de tu misterio.
Pacifica mi alma; haz de ella tu cielo, tu morada predilecta, el lugar de tu descanso. Que nunca te deje allí solo sino que permanezca totalmente contigo, vigilante en mi fe, en completa adoración y en entrega absoluta a tu acción creadora…

¡Oh Verbo eterno, Palabra de mi Dios! Quiero pasar mi vida escuchándote; quiero ser un alma atenta siempre a tus enseñanzas para aprenderlo todo de Ti…
¡Oh fuego abrasador, Espíritu de amor! Ven a mí para que se realice en mi alma como una encarnación del Verbo. Quiero ser para Él una humanidad suplementaria donde renueve todo su misterio.
Y Tú, oh Padre, protege a tu pobre criatura, “cúbrela con tu sombra”, contempla solamente en ella al Amado en quien has puesto todas tus complacencias.
¡Oh mis tres, mi Todo, mi Bienaventuranza, Soledad infinita, Inmensidad donde me pierdo! Me entrego a Vos como víctima. Sumergíos en mí para que yo me sumerja en Vos hasta que vaya a contemplar en vuestra luz el abismo de vuestras grandezas.”
(Beata Isabel de la Trinidad)

Fuente: Cf. P. Gabriel de S. M. Magdalena, o.c.d, Intimidad Divina