La Pasión del Señor (I)

Posted by: Nycticorax

Pasión de Jesucristo 01 (05)

A mediados del cuarto año de su predicación, Jesucristo subió a Jerusalén para celebrar allí la Pascua con sus apóstoles.
El Cristo, verdadero rey de Israel, quiso entrar triunfalmente en la Ciudad Santa. El pueblo, al saber que llegaba Jesús, corrió a su encuentro, llevando palmas y ramos de olivo, alfombrando con hojas el camino que debía recorrer, mientras gritaba lleno de júbilo
: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Gloria al Mesías!”
Estas aclamaciones exasperaron a los fariseos, que buscaron la manera de apoderarse de Él, sin soliviantar a las muchedumbres. Aceptaron complacidos el ofrecimiento de Judas Iscariote, que se brindaba a entregarle, mediante el pago de treinta monedas de plata. Esta venta se repite en el transcurso de los siglos contra Cristo y su Iglesia.
 
Jesús en el Huerto de los Olivos. El Jueves Santo por la noche el Salvador reunió en Jerusalén a sus doce apóstoles para comer el cordero pascual, según el ceremonial prescrito por Moisés. Después de la institución de la divina Eucaristía, la gran Pascua de la nueva ley, Jesús se encaminó al Huerto de los Olivos. Allí, al considerar los sufrimientos que le esperaban y su inutilidad para muchos, el Salvador se sintió oprimido por una amarga tristeza: cayó en agonía, y, desde las ocho de la noche a las once, lloró los pecados del mundo.
A media noche llega Judas capitaneando a los soldados del sanedrín. Jesús pronuncia esta única frase:
“Soy Jesús de Nazaret”, y la tropa cae de espaldas. Quiere mostrar con este prodigio que va a entregarse libremente a los sufrimientos. Se deja, pues, atar y conducir a Jerusalén, mientras sus discípulos le desamparan.
 
Jesús en presencia de Caifás. Contra todas las reglas de procedimiento, el gran sacerdote reúne el sanedrín a media noche, para condenar al Salvador. Estos jueces buscan testigos falsos, pero sus declaraciones carecen de eficacia para justificar la sentencia de muerte. Para poder pronunciarla contra Jesús, no halla el sanedrín otro pretexto que la afirmación solemne de Jesús: “Sí, soy el Cristo, el Hijo de Dios”. Caifás dice que semejante afirmación es una horrenda blasfemia; y como, de acuerdo con la ley mosaica, la blasfemia era castigada con la muerte, Jesús es condenado y entregado, entretanto, a la brutalidad de los lacayos y soldados.
 
Jesús ante Pilato. El viernes santo, a eso de las siete de la mañana, Jesús es conducido al tribunal de Pilato, gobernador romano, para que ratifique y ejecute la sentencia. El gobernador invita a los enemigos de Jesús a que expongan sus acusaciones contra Él; y entonces los del sanedrín, dejando a un lado la acusación de blasfemia, le presentan como reo de crímenes políticos. “Este hombre, dicen, subleva al pueblo; prohíbe que se pague tributo al César, y se dice el Cristo Rey”.
Pilato interroga a Jesús, reconoce su inocencia y busca la manera de ponerle en libertad; pero no quiere disgustar a los judíos, por temor de ser denunciado al emperador Tiberio y perder el puesto. Oyendo que Jesús es galileo, le envía, sin demora, a Herodes, que se halla en Jerusalén con motivo de las fiestas de la Pascua.
 
Jesús ante Herodes. Herodes, orgulloso de ver comparecer ante su tribunal a ese hombre extraordinario, le pide que haga algún milagro. En presencia de aquel príncipe impúdico, Jesús guarda silencio; por lo cual Herodes, despechado, le hace vestir con un traje de burla como a loco y lo devuelve a Pilato.
Durante este tiempo, los fariseos propalan entre el pueblo toda suerte de calumnias contra el Salvador: la aparente debilidad y abatimiento de Jesús, el juicio del sanedrín y de Herodes, todo induce a creer que lo afirmado por los fariseos no es calumnia, sino verdad. El pueblo judío, que cinco días antes gritaba:
“¡Hosanna al Hijo de David!”, dentro de poco pedirá su muerte. De un modo análogo el pueblo católico de Francia, y de otros países, engañado por los judíos y los masones, vota por los enemigos de Dios y les permite forjar toda clase de leyes contrarias a la libertad de la Iglesia y al bien de la patria.

Fuente: P. A. Hillaire, La Religión demostrada, 1935