La fe de María (I)

Posted by: Laudem Gloriae

Anunciación 04 (08)

¡Oh María, Madre de la buena esperanza! Enséñame el camino de la plena confianza en Dios.

La Iglesia, haciendo suyas las palabras de Santa Isabel, dirige a María esta bellísima alabanza:
“Bienaventurada Tú, que has creído porque se cumplirán en ti las cosas que el Señor te ha dicho” (Lc. 1, 45).
Realmente, grandes fueron las cosas que se cumplieron en María y Ella tuvo el gran mérito de haberlas creído. Fiada en la palabra de Dios, que le fue anunciada por el Ángel, creyó que sería madre sin perder la virginidad; creyó -Ella tan humilde- que sería verdadera Madre de Dios, que el fruto de su seno sería realmente el Hijo del Altísimo. Se adhirió con plena fe a cuanto le fue revelado, sin dudar un instante frente a un plan que venía a trastornar todo el orden natural de las cosas: una Madre virgen, una criatura Madre del Creador.

Creyó cuando el Ángel le habló pero continuó creyendo aún cuando el Ángel la dejó sola y se vio rodeada de las humildes circunstancias de una mujer cualquiera que está para ser madre.
“La Virgen -dice San Bernardo- tan pequeña a sus ojos, no fue menos magnánima respecto a su fe en las promesas de Dios: ni la menor duda sobre la vocación a este incomprensible misterio, a esta maravillosas mudanza, a este inescrutable sacramento, y creyó firmemente que llegaría a ser la verdadera Madre del Hombre-Dios”.

La Virgen nos enseña a creer en nuestra vocación a la santidad, a la intimidad divina; hemos creído en ella cuando Dios nos la ha revelado en la claridad de la luz interior confirmada por la palabra de su ministro; pero hemos de creer también en ella cuando nos encontramos solos, en las tinieblas, en las dificultades que pretenden trastornarnos, desanimarnos. Dios es fiel y no hace las cosas a medias: Dios llevará a término su obra en nosotros con tal que nosotros nos fiemos totalmente en Él.

“¡Oh María! Cúbreme con tu sombra y permaneceré tranquilo y confiado bajo tus alas; acompáñame en mi camino y condúceme por secretos atajos. No me perdonará el sufrimiento, pero Tú me harás desearle como un alimento indispensable. ¡Oh María! Tú nombre es para mis labios como la miel y el bálsamo. ¡María, María! ¡Ave María! ¿Quién puede resistir? ¿Quién se perderá con el Ave María? ¡María, María! Tú eres la madre de los pequeños, la salud de los débiles, la estrella de las tempestades… ¡Oh María, María! Si me encuentro sin ayuda, sin valor, sin consuelo, corro a ti y grito: ¡Ave, María! Tú eres el consuelo de los esclavos, el valor de los pequeños, la fortaleza de los débiles. ¡Ave, María! Cuando pronuncio tu nombre, se inflama mi corazón. ¡Ave María! Alegría de los ángeles, alimento de las almas. ¡Ave, María!” (D. Eduardo Poppe).

Fuente: Cf. P. Gabriel de S. M. Magdalena, o.c.d, Intimidad Divina