La gran batalla

Posted by: Laudem Gloriae

Jesus 04 (04)

¡Oh Jesús! Yo me retiro en espíritu contigo al desierto. Enséñame a luchar contra la triple concupiscencia de la carne, del orgullo, de la avaricia.

En este tiempo de Cuaresma la Iglesia nos invita a lanzarnos con ardor en la batalla decisiva contra el pecado, que debe abrirnos el camino para la resurrección pascual. El modelo de esta lucha es Jesús, que, aunque exento del incentivo de la concupiscencia, quiso someterse por nuestro bien a las tentaciones del demonio, para “compadecerse de nuestras flaquezas” (Hb. 4,15).

Después de cuarenta días de ayuno riguroso, cuando siente el estímulo del hambre, Jesús es tentado por Satanás a que convierta las piedras en pan. No es posible abrazar un régimen de penitencia o de mortificación seria sin experimentar las molestias que de él se derivan; pero entonces es el momento de resistir a las voces insinuantes que nos aconsejan una mayor condescendencia con las exigencias físicas, respondiendo con Jesús:
“No de sólo pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt. 4,1-11).
La vida del hombre, mucho más que del nutrimento material, depende de la voluntad de Dios; por eso sólo quien está convencido de esto tendrá valor para sujetarse a cualquier privación, porque confía en que la divina Providencia le deparará el necesario sustento.

La segunda tentación de Jesús es de orgullo
“Si eres hijo de Dios, échate de aquí abajo…, y los ángeles te tomarán en sus manos”. Un milagro de este género habría conquistado a Jesús la admiración y el entusiasmo del pueblo; pero Él sabe que su Padre le ha trazado otro camino bien distinto: no triunfos, sino humillaciones, cruz, muerte; por eso no quiere apartarse de este camino y rechaza resueltamente la vana propuesta. El mejor remedio para vencer las tentaciones de orgullo y de vanidad es escoger intencionadamente lo que nos rebaja y nos hace desaparecer ante los demás.

El demonio vuelve de nuevo a la carga y tienta a Jesús de avaricia:
“Todo esto te daré, si de hinojos me adorares”. Más Jesús responde: “Al Señor tu Dios adorarás y a Él sólo servirás”. Quien tiene el corazón fuertemente anclado en Dios, no dejará que la codicia y la seducción de los bienes terrenos le aparten de su servicio. Pero, faltando esta fuerte adhesión al Señor, la tentación de avaricia hará muchas veces que se aparten del recto camino aun aquellos que por particular vocación están obligados a “servir a sólo Dios”.

“Señor, Padre y Dios, vida por la cual todos viven y sin el cual todas las cosas deben ser consideradas como muertas: no me abandones al pensamiento maligno y a la soberbia de mis ojos; aparta de mí la concupiscencia y no permitas que sea víctima de tendencias irreverentes y estúpidas; apodérate de mi
corazón para que siempre piense en ti... Ayúdame, Señor, para no caer delante de mis adversarios envuelto en los lazos que han tendido a mis pies para que mi alma claudique; sálvame, fuerza de mi salvación, para que no puedan alegrarse tus enemigos, que te odian. Levántate, ¡oh Señor, Dios mío, fortaleza mía!, y se dispersarán tus enemigos y huirán de tu presencia los que te aborrecen.
Como se disuelve la cera puesta junto al fuego, así desaparecerán de tu vista los pecadores; y yo me esconderé en ti y gozaré con tus hijos, saciándome de todos tus bienes. Y Tú, Señor Dios, Padre de los huérfanos, y Tú, Madre de los desamparados, extended vuestras alas, para que cobijándome bajo ellas, me libre de mis enemigos”
(San Agustín).

Fuente: Cf. P. Gabriel de S. M. Magdalena, o.c.d, Intimidad Divina