La sencillez

Posted by: Laudem Gloriae

San José 07 (16)
San José se levantó y, de inmediato, hizo lo que el Señor le ordenaba

La sencillez es una virtud muy afín a la sinceridad. Excluye toda suerte de doblez y complicación derivada del egoísmo, del amor propio o del apego a sí mismo y a las criaturas y, por tanto, impulsa al alma en una sola dirección, Dios: vivir para Él, para agradarle, para darle gloria. Toda la vida espiritual consiste en esta progresiva simplificación, la cual avanza paralela a la purificación interior; cuando un alma está perfectamente purificada de toda pasión y de todo asimiento, entonces está reducida a la sencillez perfecta, la sencillez que hace vivir únicamente para Dios. Para llegar a esta meta tenemos que dejarnos guiar en toda nuestra vida por una sola luz, apoyarnos en una sola fuerza, tender a un único fin: Dios.

El alma que quiere conseguir la santa simplicidad, no acepta otra luz fuera de la que viene de Dios, que es Dios mismo; por eso desecha todas las miras del amor propio y del egoísmo, rechaza los reflejos deslumbradores, pero falsos, de las pasiones y de las máximas del mundo, reconociendo que todo es oscuridad y engaño, menos la luz de la verdad, la cual sólo puede venirnos de Dios, de su ley, del Evangelio. Juzga todas las cosas a la luz de la fe, viendo en toda circunstancia, en todo acaecimiento, aun en los más penosos, la mano de Dios y valiéndose de todo para ir a Él, sin perder tiempo en razonar sobre la conducta de las criaturas, cosa que complica la vida y crea obstáculos al ejercicio de la virtud. Nada la detiene en su rápido progreso, porque encuentra en Dios, no solamente la luz para discernir el camino recto, sino la fuerza para avanzar en él. En todo instante y a cada paso el alma sencilla se apoya en Dios, buscando en Él su único sostén y su única fuerza. Esto no quita que se valga también de personas avisadas y prudentes, pero lo hace con desasimiento, sin turbarse ni agitarse cuando el Señor permite que estas cosas vengan a faltar. De todos modos, en cualquier circunstancia su primer apoyo lo busca siempre en Dios, con plena confianza, convencida de que solamente en Él hallará la fuerza necesaria para sostener su debilidad, y de que esta fuerza nunca le será negada.

Haga lo que haga el alma sencilla mira a un único fin: Dios; y tiene una sola intención: servir a Dios, agradarle, darle gusto. Por eso tiene sumo cuidado de que en su conducta no se infiltren segundas intenciones, como son, por ejemplo, quedar bien, ganarse la estima de los otros, satisfacer un tanto la propia curiosidad o pereza, la honra propia o el propio egoísmo. Estas segundas intenciones son semejantes a las pequeñas raposas de que habla el ‘Cantar de los cantares’, las cuales penetran a hurtadillas en la viña florecida del alma, devastando las flores y los frutos de las obras buenas. ¡Cuántas acciones buenas, comenzadas por amor de Dios, pierden la mitad de su valor al menos, porque a medio camino se contaminan con alguna segunda intención no suficientemente reprimida o rectificada! ¡Y cuántas otras, de buenas se transforman en malas por falta de rectitud de intención! El alma sencilla ha declarado guerra a todo esto y repite con S. Francisco de Sales:
‘Dios mío, si supiese que una sola fibra de mi corazón no palpita por Vos, al punto la arrancaría y arrojaría lejos de mí’.

La perfecta pureza de intención hace que todas sus palabras y acciones sean sencillas, reflejando sin sombras sus pensamientos y sus intenciones. Su lenguaje es sencillo: ‘Sí, sí; no, no’ (
Mt 5, 37); su conducta es sencilla: hace lo que debe, sin esconderse ni disimular. Nada teme, porque sólo a Dios y su aprobación busca; por tanto obra con la santa libertad de los hijos de Dios, sin respetos humanos, sin preocuparse del juicio y del favor de las criaturas: ‘quien me debe juzgar es el Señor’–dice San Pablo (I Cor 4, 4)–, y sigue su camino con los ojos puestos en solo Dios. Así, libre de embarazos y preocupaciones inútiles, el alma sencilla va a Dios derecha y veloz como un dardo. La única luz, la única fuerza, el único fin de su vida es Dios y, justamente por eso, toda su conducta adquiere una luminosidad, un vigor, una unidad encantadora, pálido reflejo de las perfecciones divinas.

Fuente: P. Gabriel de S. M. Magdalena, o.c.d, Intimidad Divina