La transfiguración

Posted by: Laudem Gloriae

Transfiguración 01 (04)
Transfiguración

¡Oh Jesús! Que tu gracia triunfe en mí, hasta hacerme digno de participar de tu gloriosa transfiguración.
El alma de Jesús, unida personalmente al Verbo, gozaba de la visión beatífica, cuyo efecto connatural es la glorificación del cuerpo. Este efecto no se manifestó en Jesús, porque quiso, a lo largo de sus años de vida terrena, asemejarse a nosotros lo más posible, revistiéndose de “una carne semejante a la del pecado” (Rom. 8, 3). Sin embargo, para robustecer la fe de los apóstoles turbados por el anuncio de su Pasión, Jesús permitió que por breves instantes en el Monte Tabor, algunos rayos de su alma beata se transparentasen en su cuerpo: entonces Pedro, Santiago y Juan lo vieron transfigurado: “su rostro resplandeció como el sol y sus vestidos eran blancos como la nieve”. Los tres quedaron extasiados; y eso que Jesús sólo les había dejado ver un rayo de su gloria, pues ninguna creatura humana habría podido soportar la visión completa.

La gloria es el fruto de la gracia: la gracia, que Jesús posee en medida infinita, redunda en una gloria infinita, que le transfigura totalmente. Un fenómeno semejante sucede también en nosotros: la gracia nos transforma, nos transfigura
“de gloria en gloria” (II Cor. 3, 18), hasta que un día en el cielo nos introduzca en la visión beatífica de Dios. Mientras la gracia transfigura, el pecado desfigura con su oscuridad a los que yacen víctimas de él.

El Evangelio de hoy destaca la relación íntima que existe entre la Transfiguración y la Pasión de Jesús. Moisés y Elías, que aparecieron en el Tabor al lado del Salvador, hablan con Él precisamente, según puntualiza San Lucas, de su próxima Pasión,
“de su muerte que había de cumplirse en Jerusalén” (Lc. 9, 31).
Con esto el Maestro divino quiere decir a sus discípulos que ni Él ni ellos podrán llegar a la gloria de la Transfiguración sin pasar por el dolor. Es la misma lección que más tarde dará a los discípulos de Emaús:
“¿No era preciso que el Mesías padeciera esto y entrase en su gloria?” (Lc. 24, 26). Lo que el pecado desfiguró no puede volver a su primitiva belleza sobrenatural, sino a través del dolor que purifica.

¡Oh Jesús! Destruye en mí el pecado, ese pecado que ha desfigurado tu Rostro, ese pecado que ha desfigurado mi alma, creada a tu imagen y semejanza. Pero para que se cumpla esta destrucción es necesario que yo participe de tu Calvario, de tu Cruz; dígnate, pues, Señor, unir a tu Pasión todos los sufrimientos pequeños y grandes de mi vida, para que, purificado a través de ellos, pueda subir de claridad en claridad hasta la total transfiguración en ti.
La luz y la gloria del Tabor me animan; gracias, Señor, por haberme concedido, aunque sea por breves instantes, el contemplar tu esplendor, el gozar de tus divinas consolaciones; así fortalecido y animado bajo del monte para seguirte
a ti solo hasta el Calvario.

Fuente: Cf. P. Gabriel de S. M. Magdalena, o.c.d, Intimidad Divina