La aurora de un día que duró diecinueve años

Posted by: Lotario de Segni

Pío XII 02 (09)

Una vez que hubieron votado, los escrutadores tomaron el cáliz y revolvieron y contaron las papeletas que había en él. Anunciaron que el número era el debido: se habían emitido sesenta y dos votos. Sentados a la mesa, cubierta por el tapete verde, fueron abriendo las papeletas y dando lectura en voz alta a los nombres escritos en el centro de cada una.
Mientras los leían, el nombre de Eugenio Pacelli se oyó con más frecuencia que los demás. Cuando se hizo el cómputo, resultó que los escrutadores habían leído las palabras “Eugenio, Cardenal Pacelli” treinta y cinco veces. Había obtenido más de la mitad de los votos en el primer escrutinio, pero no los dos tercios necesarios para ser elegido.
 
Fuera, en la plaza, el pueblo se movía, charlaba y miraba a las descoloridas paredes del Vaticano y, sobre todo, a la pequeña chimenea que salía de una ventana de la Capilla Sixtina. De pronto, una pálida nubecilla de humo apareció, y el gentío, enmudecido, empinóse para ver si era blanco o negro. La primera salida de humo carecía de color bajo el sol. La tensión era tangible como la niebla. Luego el humo aumentó y se ennegreció. Un gran suspiro, como una ráfaga de viento que barre el bosque, se oyó en la plaza.
 
Dentro de la Capilla Sixtina las plumas escribían otra vez; los Cardenales iban de nuevo hacia el altar y depositaban las papeletas, selladas y lacradas, en el cáliz para la nueva votación. Se sabe que esta segunda vez Pacelli votó por el Cardenal Elía Dalla Costa, de Florencia.
Nuevamente los escrutadores procedieron a abrir y a leer las papeletas, pronunciando el nombre del Cardenal Pacelli más de cuarenta veces. Así, pues, el Cardenal Pacelli quedaba elegido Papa a la segunda votación, ya que el escrutinio arrojaba a su favor, exactamente, los dos tercios de sesenta y dos.
Un murmullo corrió por los endoselados tronos cardenalicios. El Maestro de Ceremonias se dispuso a hacer el anuncio formal. Alguien presente dice que Pacelli, muy agitado, abandonó su trono para suplicar con gran humildad a sus colegas que consultaran con sus conciencias y procedieran a una nueva votación. Los Cardenales accedieron a sus deseos. Pero ya era mediodía y, según la costumbre, hubo una breve interrupción.
 
Quienes vieron al Cardenal Pacelli durante aquel intervalo, recuerdan su aspecto preocupado, sin duda por las grandes probabilidades de resultar elegido en la próxima votación. Aun cuando la hubiese previsto antes, la inminente realidad lo llenaba ahora de terrible angustia. Algunos vagos pensamientos de renuncia cruzaron por su mente, pero se esforzó en desvanecerlos recordando que Cristo había dicho una vez:
“No me habéis elegido; he sido Yo quien os ha elegido”. Cuando cruzó el pequeño patio de San Dámaso leyendo su breviario, los miembros de la Guardia Noble advirtieron el extraño aspecto de su rostro y su paso vacilante. Algunas veces levantaba los ojos hacia el cielo como diciendo: “Señor, si es posible, has que pase de mí este cáliz”.
 
Llegada la hora de reanudar la votación, Eugenio Pacelli volvió hacia la Capilla con paso penoso. Iba tan absorto en sus pensamientos que, sin ver donde pisaba, tropezó y cayó sobre los escalones de mármol. Algunos Guardias y Cardenales le ayudaron a levantarse. Rengueando un poco, y tembloroso, llegó hasta su trono.
En el profundo silencio de la Capilla las plumas rasguearon de nuevo al empezar la tercera votación. Las papeletas se volcaron sobre la mesa verde, y ahora todas, con excepción de una, contenían el mismo nombre. Los votos fueron unánimes para Pacelli, salvo el suyo, que esta vez fue para el Cardenal Granito di Belmonte, Decano del Sacro Colegio. Cuando los escrutadores leyeron por última vez su nombre, los que estuvieron presentes dicen que el rostro de Pacelli parecía lleno de angustia.
Una vez verificado el cómputo de papeletas, el Cardenal Diácono tocó una campana y abrió la puerta de la Capilla. El Secretario del Cónclave entró acompañado del Maestro de Ceremonias y del Sacristán del Vaticano; con el Cardenal más antiguo se acercaron al trono de Pacelli. El Cardenal preguntó con tono firme:
“Acceptas ne elecctionem?” (aceptas la elección); durante un tremendo instante no hubo respuesta, luego, en un débil susurro, el nuevo Papa contestó: “accepto”. Entonces cada Cardenal hizo descender su baldaquino, menos el Cardenal Pacelli que por ese signo manifestaba su soberanía.
 
De nuevo el Cardenal más antiguo le preguntó: ¿qué nombre deseáis llevar? Esta vez la respuesta se dio con tono firme:
“¡Pío!” Tras lo cual el Papa se puso en pie, y con grave dignidad se dirigió a la sacristía. Allí se despojó de la púrpura cardenalicia y vistió la sotana papal de purísimo blanco, color que nunca habría de dejar, ni siquiera muerto. Regresó a la Capilla, y los Cardenales, que hasta momentos antes habían sido sus iguales, se fueron arrodillando ante él para besar su mano y su estrecho pie en señal de sumisión a su autoridad. Todo ese tiempo los labios del Papa estuvieron en movimiento, y los Cardenales, arrodillados, le oyeron repetir sin cesar estas palabras: miserere mei (tened piedad de mí).
Esto sucedió el 2 de marzo de 1939, el mismo día en que Eugenio Pacelli cumplía 63 años.

    Fuente: Alden Hatch y Seamus Walshe, Corona de Gloria, ed. Espasa-Calpe, S.A., Madrid 1958