La confesión íntegra, medio de liberación I

Posted by: Ioseph

Fariseo y Publicano 01 (01)
El Fariseo y el Publicano

Un medio de santificación
En el sacramento de la penitencia, sacramento de la confesión y de la reconciliación, se renueva como historia personal de toda alma el pasaje evangélico del publicano, que salió del templo justificado: «En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!”. Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (Lc 18, 13-14).

Reconocer la propia miseria ante la presencia de Dios no significa envilecerse, sino vivir la verdad de la propia condición y así conseguir la verdadera grandeza de la justicia y de la gracia después de la caída en el pecado, efecto de la malicia y de la debilidad; es elevarse a la más alta paz del espíritu, entrando en relación vital con Dios misericordioso y fiel. La verdad así vivida es la única que en la condición humana nos hace realmente libres: lo atestigua la palabra de Dios (cf. Jn 8, 31-34), que, refiriéndose a nuestra condición moral, explicita la luz traída al hombre por el Verbo eterno en la plenitud de los tiempos.

El dolor se funda en motivos sobrenaturales
La verdad que viene del Verbo y debe llevarnos a él, explica por qué la confesión sacramental debe brotar e ir acompañada no de un mero impulso psicológico, como si el sacramento fuera un sucedáneo de terapias precisamente psicológicas, sino del dolor fundado en motivos sobrenaturales, porque el pecado viola la caridad hacia Dios, sumo Bien, ha causado los sufrimientos del Redentor y nos produce la pérdida de los bienes eternos.

En esta perspectiva resulta claro que la confesión debe ser humilde e íntegra, y que debe ir acompañada del propósito sólido y generoso de enmienda para el futuro y, finalmente, de la confianza de conseguir esta misma enmienda.

Por lo que se refiere a la humildad, es evidente que sin ella la acusación de los pecados sería una enumeración inútil o, peor aún, una perversa reivindicación del derecho de cometerlos: el «Non serviam» –“No serviré”–, por el que cayeron los ángeles rebeldes y el primer hombre se perdió a sí mismo y a su descendencia. En cambio, la humildad se identifica con la detestación del mal: «Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Contra ti, contra ti solo pequé; cometí la maldad que aborreces. En la sentencia tendrás razón; en el juicio resultarás inocente» (Sal 51/50, 5-6).

Fuente: Cfr. Mensaje del Papa J. Pablo II al cardenal William Baum, penitenciario mayor, del 22 de marzo de 1996, L’Oservatore Romano, 5 de abril de 1996