Que se haga tu voluntad y no la mía

Posted by: Ioseph

Agonía en el Huerto 01 (02)

Menester es conformarnos con la voluntad divina, no sólo en las cosas que recibimos directamente de Dios, como son las enfermedades, las desolaciones espirituales, las pérdidas de hacienda o de parientes, sino también en las que proceden sólo mediatamente de Dios, que nos las envía por medio de los hombres, como la deshonra, desprecios, injusticias y toda suerte de persecuciones. Y adviértase que cuando se nos ofenda en nuestra honra o se nos dañe en nuestra hacienda, no quiere Dios el pecado de quien nos ofende o daña, pero sí la humillación o pobreza que de ello nos resulta. Cierto es, pues, que cuanto sucede, todo acaece por la divina voluntad. “Yo soy el Señor que formó la luz y las tinieblas, y hago la paz y creo la desdicha” (Is 45, 7). Y en el Eclesiástico leemos: «Los bienes y los males, la vida y la muerte vienen de Dios.» Todo, en suma, de Dios procede, así los bienes como los males.
Llámanse males ciertos accidentes, porque nosotros les damos ese nombre, y en males los convertimos, pues si los aceptásemos como es debido, resignándonos en manos de Dios, serían para nosotros, no males, sino bienes. Las joyas que más resplandecen y avaloran la corona de los Santos son las tribulaciones aceptadas por Dios, como venidas de su mano. Cuando supo el santo Job que los sabeos le habían robado los bienes, no dijo: «El Señor me los dio y los sabeos me los quitaron», sino
“el Señor me los dio y el Señor me los quitó” (Jb 1, 21). Y diciéndolo, bendecía a Dios, porque sabía que todo sucede por la divina voluntad (Jb 1, 21).
Los santos mártires Epicteto y Atón, atormentados con garfios de hierro y hachas encendidas, exclamaban:
“Señor, hágase en nosotros tu santa voluntad”, y al morir, éstas fueron sus últimas palabras: «¡Bendito seas, oh Eterno Dios, porque nos diste la gracia de que en nosotros se cumpliera tu voluntad santísima!»
Refiere Cesario (lib. 10, c. 6) que cierto monje, aunque no tenía vida más austera que los demás, hacía muchos milagros. Maravillado el abad, preguntóle qué devociones practicaba. Respondió el monje que él, sin duda, era más imperfecto que sus hermanos, pero que ponía especial cuidado en conformarse siempre y en todas las cosas con la divina voluntad. «Y aquel daño—replicó el abad—que el enemigo hizo en nuestras tierras, ¿no os causó pena alguna?» « ¡Oh Padre!—dijo el monje—, antes doy gracias a Dios, que todo lo hace o permite para nuestro bien», respuesta que descubrió al abad la gran santidad de aquel buen religioso.
Lo mismo debemos nosotros hacer cuando nos sucedan cosas adversas: recibámoslas todas de la mano de Dios, no sólo con paciencia, sino con alegría, imitando a los Apóstoles, que se complacían en ser maltratados por amor de Cristo.
“Salieron gozosos de delante del Concilio, porque habían sido hallados dignos de sufrir afrentas por el nombre de Jesús” (Hc 5, 41). Pues ¿qué mayor contento puede haber que sufrir alguna cruz y saber que abrazándola complacemos a Dios?... Si queremos vivir en continua paz, procuremos unirnos a la voluntad divina y decir siempre en todo lo que nos acaezca: «Señor, si así te agrada, hágase así» (Mt 11, 26).

Fuente: San Alfonso María de Ligorio, Preparación para la muerte, cap. 36