Sacrificio y fidelidad

Posted by: Lotario de Segni

Mujer de Lot 01 (01)

Dios debiera exigir al pecador la ofrenda total de su existencia, puesto que se ha hecho indigno de vivir. Sin embargo sólo nos impone el “continuo sacrificio de los sentidos, ley de muerte exigida a todos los fieles y aceptada al bautizarnos”. Es un verdadero martirio de la fe que nos convierte en testigos del Salvador. Por ella confesamos continuamente las promesas ofrecidas y sacrificamos nuestras pasiones.
Pero no basta consagrarse a Dios mediante ciertas prácticas de virtud, escoger un director espiritual y no avergonzarse de las obras de misericordia. Si no somos menos ambiciosos, terrenos, sensuales…, nos pareceremos a los primogénitos de Israel, que se ofrecían delante del sacerdote, pero a la hora de la inmolación todo eran apariencias; apariencias, en nuestro caso, de religión. Dios no acepta ofrendas extrañas. Os quiere a vosotros mismos.

La mayoría de los convertidos dejan pábulo a sus pasiones, menos fuertes, pero no menos verdaderas. Envidias, rencores, intrigas… Buscan una piedad sosegada que no les moleste demasiado en su manera de vivir. A lo sumo llegan a despojarse de un exterior lascivo.
Tal actitud no suele ser hipocresía sino error. En los primeros momentos, andan asustados de sus culpas anteriores, pero paulatinamente, al abrigo de las alabanzas de los demás, y de la familiaridad adquirida entre la vida del espíritu y la mundana, se persuaden de que eso es lo que Dios quiere.
No; la piedad ha de ser real y universal. Pretendemos ir poco a poco con el pretexto de que un cambio repentino nos conduzca rápidamente al fracaso. Deseamos romper con una amistad culpable, pero no abandonamos los espectáculos y las conversaciones peligrosas… No. La conversión, si no es entera, no vale nada. La perfección se alcanza por grados, pero el mundo y cuanto él encierra de perverso ha de abandonarse de repente.

Ahora bien, los motivos de la infidelidad suelen ser tres: una prudencia de la carne, que se las ingenia para encontrar inconvenientes en los fines a que la gracia nos destina; una soberbia, que tropieza hasta con los dones del Espíritu Santo y una cobardía, que consulta demasiado el amor propio y mide las obligaciones por nuestra flaqueza.
Cristo se ofreció voluntariamente, y más allá de lo necesario, porque lo impulsaba el amor. Si nuestra conversión fuera obra de un gran amor, no andaríamos buscando siempre la máxima más suave y menos molesta y formando planes en los que participa tanto el mundo como el Evangelio.

Fuente: Massillon, Sermón en la fiesta de la Presentación en el Templo, La Palabra de Cristo - Verbum Vitae, B.A.C., 1955