Don de Temor de Dios

Publicado por: Servus Cordis Iesu

El don de temor está en la base de todo el edificio de la perfección cristiana. Nos establece en la actitud fundamental que conviene a toda criatura frente a la infinita grandeza de Dios: la conciencia de nuestra nada: “Yo soy Aquel que soy, tú eres aquella que no es”, decía Dios a Santa Catalina de Siena. Elimina de una vida humana el mayor obstáculo para la santidad: el orgullo. El alma, penetrada de su total impotencia y olvidada de sí misma, guárdase bien de sustraer a Dios aun la menor partícula de gloria. Como la Virgen del Magnificat en medio de los prodigios operados en ella, se deja atrás el alma a sí misma para no cantar sino la efusión de las misericordias divinas: “El Omnipotente ha hecho en mí cosas grandes. Y su nombre es Santo” (Lc 1, 49). Dios se complace en colmar, con sus gracias de predilección, a un alma en la cual está seguro de que todas las mercedes de sus divinas manos redundarán en gloria suya.

El don de temor, valioso auxiliar de la templanza, desempeña un papel decisivo, más importante todavía para la economía de nuestra vida espiritual, en el florecimiento de la esperanza. Ayudando al alma a acordarse de su fragilidad natural y a no apoyarse en ella misma, la impulsa a refugiarse en Dios, a confiarse en Él solo. Despojada de todo amor propio, libertada de todo repliegue sobre sí, el alma cuenta en adelante únicamente con los méritos de Cristo y con la soberana bondad de Dios. El espíritu de temor la arroja en una confianza audaz y filial, que muy pronto la conduce al abandono total, forma suprema del amor.

“En nosotros, el obstáculo para el bien es el orgullo. Este nos lleva a resistir a Dios, a poner el fin en nosotros mismos; en una palabra, a perdernos. Solamente la humildad puede librarnos de peligro tan grande. ¿Quién nos dará la humildad?: el Espíritu Santo, al derramar en nosotros el Don de Temor de Dios.

Este sentimiento se asienta en la idea que la fe nos sugiere sobre la majestad de Dios, en cuya presencia somos nada, sobre su santidad infinita ante la cual somos indignidad y miseria, sobre el juicio soberanamente equitativo que debe ejercer sobre nosotros al salir de esta vida y el riesgo de una caída siempre posible, si faltamos a la gracia que nunca nos falta, pero a la cual podemos resistir.

La salvación del hombre se obra, pues, en el temor y en el miedo, como enseña el Apóstol pero este temor, que es un don del Espíritu Santo, no es un sentimiento vil que se limitaría a arrojarnos en el espantoso pensamiento de los castigos eternos. Nos mantiene en la compunción del corazón, aun cuando nuestros pecados fuesen perdonados hace mucho; nos impide olvidar que somos pecadores, que todo lo debemos a la misericordia divina y que sólo somos salvos en esperanza.

Este temor de Dios no es un temor servil; es, por el contrario, la fuente de los más delicados sentimientos. Puede unirse con el amor, porque es un sentimiento filial que detesta el pecado a causa del ultraje hecho a Dios. Inspirado por el respeto a la majestad divina, por el sentimiento de su santidad infinita pone a la criatura en su verdadero lugar, y San Pablo nos enseña que, purificado de este modo, contribuye a completar la santificación. Así oímos a este gran Apóstol, que había sido arrebatado hasta el tercer cielo, confesar que es riguroso consigo mismo para no ser condenado.

El espíritu de independencia y de falsa libertad que reina actualmente hace poco común el temor de Dios, y esa es la plaga de nuestros tiempos. La familiaridad con Dios reemplaza a menudo a esta disposición fundamental de la vida cristiana, y desde entonces todo progreso se detiene, la ilusión se introduce en el alma y los Sacramentos, que en el momento del retorno hacia Dios habían obrado con tanto poder, se hacen estériles. Es que el Don de Temor de Dios se ha sofocado con la vana complacencia del alma en sí misma. La humildad se ha extinguido; un orgullo secreto y universal ha paralizado los movimientos de esta alma. Llega, sin saberlo, a no conocer a Dios, por el hecho mismo de que no tiembla en su presencia.

Conserva en nosotros, Espíritu divino, el Don de Temor de Dios que nos otorgaste en el bautismo. Este temor asegurará nuestra perseverancia en el fin, deteniendo los progresos del espíritu del orgullo. Sea como un dardo que atraviese nuestra alma de parte a parte, y quede siempre fijo en ella como nuestra salvaguardia. Abata nuestra soberbia y nos preserve de la molicie, revelándonos sin cesar la grandeza y la santidad del que nos ha creado y nos tiene que juzgar.

Sabemos, Espíritu divino, que este feliz temor no ahoga el amor; antes retira los obstáculos que impedirían su desarrollo. Las Virtudes celestiales ven y aman al soberano Bien con ardor, están embriagadas de él por toda la eternidad; con todo eso, tiemblan ante su tremenda majestad, tremunt Potestates. ¡Y nosotros, cubiertos de las cicatrices del pecado, llenos de imperfección, expuestos a mil ardides, obligados a luchar con tantos enemigos, no hemos de sentir que es necesario estimular por un temor fuerte y filial al mismo tiempo, nuestra voluntad que se duerme tan fácilmente, nuestro espíritu al que rodean tantas tinieblas!, preserva en nosotros tu obra, divino Espíritu, el precioso don que te has dignado hacernos; enséñanos a conciliar la paz y la alegría del corazón con el temor de Dios, según la advertencia del Salmista: Servid al Señor con temor, y os estremeceréis de gozo temblando delante de Él” (Dom Prospero Guéranger, El Año Litúrgico).

Fuente: Cf. Marie Michel Philipon, Los Sacramentos en la vida cristiana


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