La eficacia de la oración

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Nada ayuda tanto a orar con confianza, como la experiencia personal de la eficacia de la oración, a la que la amorosa providencia ha respondido concediendo generosamente, plenamente, lo que se le pedía. Pero muchas veces nos ha dicho la Providencia que esperemos hasta el tiempo que ella designe. Al ver retardado el cumplimiento de sus plegarias, no pocos sienten que su confianza sufre un golpe considerable, no saben estar tranquilos cuando Dios parece sordo a todas sus súplicas. No, no perdáis nunca vuestra confianza en aquel Dios que os ha creado, que os ha amado antes de que vosotros pudierais amarlo y que os ha hecho sus amigos.

Elevad la mente, queridos hijos, y escuchad lo que enseña el gran Doctor santo Tomás de Aquino cuando explica por qué las oraciones no son siempre acogidas por Dios: “Dios oye los deseos de la criatura racional, en cuanto desea el bien. Pero ocurre acaso que lo que se pide no es un bien verdadero, sino aparente, y hasta un verdadero mal. Por eso esta oración no puede ser oída de Dios. Porque está escrito: Pedís y no recibís, porque pedís mal”. Vosotros deseáis, vosotros buscáis un bien, como os parece a vosotros eso que pedís; pero Dios ve mucho más lejos que vosotros en aquello que deseáis. Así como Dios cumple los deseos que se le exponen en la oración, por el amor que tiene hacia la criatura racional, no hay que maravillarse si en algunas ocasiones no oye la petición de aquellos que ama de modo particular, para hacer en cambio lo que, en realidad, les ayuda más.

Jesús, Salvador y Maestro como es, conoce el tiempo aceptable y el tiempo de la salud: por lo tanto, hasta cuando pedimos alguna cosa en su Nombre, no la hace siempre inmediatamente que oramos, sino a su hora; y lo que es diferido, no es negado. En nombre de Jesús elevemos, pues, a Dios nuestra plegaria; porque no se ha dado a los hombres otro nombre sobre la tierra, en el cual podamos salvarnos. Es el nombre que hace válidos y eficaces nuestros anhelos, y hace que los buenos deseos sean causa de lo que Dios, en su providencia, ha dispuesto que obtengamos con la oración, la cual no cambia el orden inmutable fijado por Él, sino que lo cumple, en cuanto que en este orden providencial Dios ha coordinado la concesión de lo que pedimos, con la oración que le dirigimos. Por eso dijo San Alfonso de Ligorio que el que ora se salva, el que no ora se condena.

Nuestro Señor no nos ha prometido en lugar alguno hacernos infaliblemente felices en este mundo; nos ha prometido -como leemos en el Evangelio- oírnos como el padre que no dará por alimento a su hijo, aunque éste se lo pidiese, ni una piedra, ni una serpiente, ni un escorpión, sino el pan, el pez, el huevo, que le nutrirán y le harán progresar en la vida y en el crecimiento.

El Espíritu Santo, que, con su gracia, obra en nuestras almas y nos inspira nuestros gemidos, sabe darles bien el verdadero sentido y el verdadero valor; y el Padre, que lee en el fondo de los corazones, ve clarísimamente lo que, a través de nuestras plegarias y de nuestros deseos, pide su divino Espíritu para nosotros, y tales peticiones del Espíritu, profundamente íntimas en nosotros, las oye Él, sin duda ninguna. Tal debe ser la convicción y la ciencia del cristiano; tal la guía, el sostén y la luz de vuestra oración en medio de las oscuridades de la fe. Luz que no han de obscurecer en vuestros corazones, ni la concesión retardada o no conseguida de vuestras súplicas, ni las desventuras o los afanes de vuestro espíritu, sino que debe animaros también a perseverar en la oración. Nuestro Señor ha dicho y repetido que la oración perseverante es infaliblemente oída; porque el perseverar es una insistencia que hace violencia a su Corazón, y triunfa.

La oración tiene que ser, por lo tanto, un pedir lo que está bien para nuestras almas, un pedirlo con perseverancia; pero también un pedirlo piadosamente. No es la oración hecha de puro sonido de palabras, con la mente y el corazón vagantes, con los ojos desparramados por todas partes; sino la oración recogida que se anima ante Dios de filial confianza, se ilumina de fe viva, se impregna de amor hacia Él y hacia los hermanos; es la oración hecha siempre en gracia de Dios, merecedora siempre de vida eterna, humilde siempre en su misma confianza; es la oración que, cuando vosotros os arrodilláis ante el altar, o la imagen del Crucifijo o de la Virgen Santísima en vuestra casa, no conoce la arrogancia del fariseo que se enorgullece de ser mejor que los otros hombres, sino que, a semejanza del pobre publicano, os hace sentir en vuestro corazón que todo lo que recibiréis no será sino pura misericordia de Dios hacia vosotros.

Y aun cuando no se os concediera ver en esta vida con vuestros ojos el triunfo de la gracia en las almas por las cuales habéis orado y llorado tan largamente, vuestro corazón no deberá renunciar a la firme esperanza de que, en aquellos misteriosos instantes en los que, en el silencio de la agonía de un moribundo el Creador se prepara a llamar a sí el alma, obra de sus manos, su inmenso amor no haya obtenido al fin, lejos de vuestras miradas, aquella victoria por la que vuestro agradecimiento le bendecirá allí arriba eternamente.

Vuestro primero y más alto aliento y sostén será la oración confiada, porque estaréis siempre seguros del amor de Dios hacia vosotros, sabiendo bien que ninguna de vuestras oraciones será vana, que Dios las oirá todas, sino en la hora y en el modo que hayáis soñado en vuestro deseo e imaginación, al menos en el tiempo más oportuno para vosotros, de aquel modo infinitamente mejor que la providente sabiduría y el poder de su ternura saben disponer en favor vuestro.

Fuente: S.S. Pío XII, Discursos del 24 de junio y 9 de julio de 1941