Publicado por: Servus Cordis Iesu
Benedicto XV le propone como modelo a los que tienen como misión el enseñar las ciencias sagradas, para que, a ejemplo suyo, no desfiguren el sentido de las Sagradas Escrituras según el capricho de sus ideas personales, y que, en sus comentarios, no se aparten ni un solo ápice del sentido tradicional de la Iglesia “columna y fundamento de la verdad”, la única intérprete y guardiana de la Revelación.
Apoyándose de este modo en la Escritura y la Tradición, San Efrén enseñó una teología elevadísima y sumamente pura. Expuso con claridad la doctrina del pecado original, de la gracia, de las virtudes y de los vicios. Recuerda a menudo el dogma de la presencia de Dios y la cuenta que hemos de dar de todas nuestras acciones al sumo Juez. Entre los teólogos de su tiempo, nadie expuso con tanta precisión el misterio de la Iglesia, Esposa mística de Cristo, Madre y maestra de los fieles. Comprendió de modo notable el papel de la Liturgia. Recordó también las prerrogativas y los deberes de la jerarquía, la excelencia del sacerdocio.
Compuso varias homilías en verso e himnos, que causan y causarán siempre la admiración de los que las estudian, por la belleza de su forma literaria, por la firmeza y la profundidad de sus enseñanzas, y por la claridad de la exposición doctrinal. Instruye por medio de la belleza, levanta los espíritus y mueve los corazones. Se le ha llamado la Lira del Espíritu Santo.
Añade Benedicto XV, “nunca sonó mejor esta lira que cuando cantaba las glorias de María, ya loando su virginidad y su divina maternidad, ya celebrando su misericordiosa protección sobre los hombres”. San Efrén es uno de los primeros Padres de la Iglesia que desarrolló los dogmas marianos. Se esforzó, sobre todo, en hacer resaltar dos de sus privilegios: su perpetua virginidad y su eminente santidad, que no duda en comparar a la del mismo Cristo. De este modo dejó en la tradición primitiva un magnífico testimonio de la Inmaculada Concepción: “Tú, Señor, escribía, y tu Madre, sois los únicos completamente hermosos y puros en todo; porque en Ti, Señor, no hay mancha, ni en tu Madre impureza”.
A pesar de la considerable influencia de que gozaba, y que le hacía acreedor a los mayores honores, San Efrén no quiso, por humildad, ordenarse de sacerdote. Muy a su pesar le sacaron de su ermita para obligarle a que recibiese al menos la orden del diaconado. Pero entonces se sometió dócilmente a las obligaciones de su nueva vocación, “mostrándose en todo émulo perfectísimo de San Esteban: enseñando a todos la Sagrada Escritura, predicando la divina palabra, instruyendo en los Salmos a las vírgenes sagradas, siendo siempre la providencia del pobre, y practicando primeramente él con toda perfección lo que enseñaba a los demás”.
De natural ardiente y fogoso consiguió, con la ayuda de Dios, dominarse completamente y llegar a hacerse suave y afable. Mostraba su dulzura aún con los herejes, aunque no por eso dejaba de declarar guerra implacable a sus doctrinas.
Su caridad se mostró palmariamente en las invasiones del imperio romano por los Persas. En Nísibe, cuando se hallaba asediada y hambrienta, organizó colectas para los necesitados, sostuvo la moral de todos, de modo que se pudiera decir que la Providencia le puso a la cabeza de su patria chica.
Bendecimos a Dios, que exalta a los humildes, por haberte coronado, bienaventurado Efrén, con purísima gloria, y por haberte propuesto a nuestro siglo como doctor de la sabiduría divina y modelo de las más excelsas virtudes. Con San Juan Crisóstomo te decimos: “Despertador de almas dormidas, consuelo de afligidos, maestro, guía y apoyo de la juventud, Espejo de monjes, modelo de penitentes, martillo y dardo terrible para los herejes, tesoro de virtudes, templo y morada del Espíritu Santo”, ruega por nosotros. Danos ese gusto de la verdad, esa diligencia en escuchar de boca de los Santos el pensamiento de Dios, que te hizo acudir a San Basilio, oráculo de la Iglesia, para que, como tú, “bebamos de la copa de la doctrina”. ¿No eres tú, según el testimonio de San Gregorio de Nisa, “la viña del Señor, cargada, como de dulces racimos, de frutos de doctrina, que constituyen las delicias de los hijos de la Iglesia y los sacian con el amor de Dios? ¿No eres tú el Bueno y sabio ecónomo de la gracia, que distribuye a sus compañeros, según sus necesidades, la enseñanza de la virtud, y que administra perfectamente la casa de su señor?”. Ojalá no olvidemos estas últimas palabras de tu testamento, en el cual nos amonestabas “que permaneciésemos firmes en la fe, que nos guardásemos de los que obran la iniquidad, de los mercaderes de vanas palabras y de los seductores”.
En fin, haciendo nuestras las palabras que tú mismo dirigiste a San Basilio poco antes de la muerte, te decimos también nosotros: “Enséñanos por qué obras buenas podemos granjearnos la bondad del Señor; cómo debemos evitar los asaltos del pecado; cómo cerrar las puertas a las pasiones; cómo adquirir la virtud apostólica; cómo doblegar al Juez insobornable. A ti, Padre santo, te toca iluminarnos, tener cuidado de nosotros, dirigirnos por el recto camino, ablandar nuestro corazón de piedra. Tú tienes que curar nuestra alma enferma, y llevarla hasta el fin sobre las olas de la vida y del descanso”.
Fuente: Dom Prospero Guéranger, El Año Litúrgico
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