Domingo III después de Pentecostés

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Oh Dios, protector de los que esperan en Ti, sin el cual nada hay válido, nada santo: multiplica sobre, nosotros tu misericordia; para que, siendo tú el Guía, el Caudillo, pasemos de tal modo por las cosas temporales, que no perdamos las eternas. 

Lección de la Epístola del Ap. S. Pedro (I, V, 6-11)

Carísimos: Humillaos bajo la poderosa mano de Dios, para que Él os exalte en el tiempo de la visitación: poned en Él toda vuestra preocupación, porque Él se cuida de vosotros. Sed sobrios, y vigilad: porque vuestro adversario, el diablo, ronda en torno vuestro, como un león rugiente, buscando a quien devorar: resistidle fuertes en la fe, sabiendo que la misma tribulación aflige a vuestros hermanos que están en el mundo. Pero el Dios de toda gracia, que nos ha llamado a su eterna gloria en Cristo Jesús, después de haceros padecer un poco, Él mismo os perfeccionará, os confirmará y os consolidará: a Él sean la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén.

Las miserias de esta vida son las pruebas a que Dios somete a sus soldados para juzgarlos y clasificarlos en la otra según sus méritos. Todos, pues, en este mundo tienen su parte en el sufrimiento. El concurso está abierto, trabado el combate; el Árbitro de los juegos examina y compara; pronto dará su sentencia sobre los méritos de los diversos combatientes y los llamará, del ardor de la arena, al reposo del trono en que se sienta Él mismo.

¡Felices entonces aquellos que, viendo en la prueba la mano de Dios, se sometieron a esta mano poderosa con amor y confianza! Nada habrá podido contra estas almas fuertes en la fe el rugiente león. Sobrias y vigilantes en esta etapa de su peregrinación, sin reparar en su papel de víctimas, sabedoras de que todo se halla sometido al dolor en este mundo, unieron alegremente sus padecimientos a los de Cristo, y saltarán de gozo en la manifestación eterna de su gloria, que será su herencia eternamente.

Continuación del santo Evangelio según S. Lucas (XV, 1-10)

En aquel tiempo se acercaron a Jesús los publícanos y los pecadores, para escucharle. Y murmuraban los fariseos y los escribas, diciendo: Este hombre recibe a los pecadores, y come con ellos. Entonces Él les propuso esta parábola, diciendo: ¿Qué hombre de vosotros, teniendo cien ovejas, si perdiere una de ellas, no deja en el desierto las noventa y nueve, y va en busca, de la que se perdió, hasta que la encuentra? Y, cuando la ha encontrado, la pone gozoso sobre sus hombros y, tornando a su casa, convoca a los amigos y vecinos diciendo: Felicitadme, porque he hallado la oveja que se había perdido. Yo os digo que más gozo habrá en el cielo por un pecador que hace penitencia que por noventa y nueve justos que no necesitan de penitencia. ¿O qué mujer, que tiene diez dracmas, si perdiere una dracma, no enciende la linterna, y barre la casa, y busca con diligencia, hasta dar con ella? Y, cuando la ha encontrado, convoca a las amigas y vecinas, diciendo: Felicitadme, porque he hallado la dracma que había perdido. También yo os digo: Hay gran gozo entre los Ángeles del cielo por un pecador que hace penitencia.

Esta parábola de la oveja devuelta al redil en hombros del Pastor, era muy querida de los primeros cristianos; se la encuentra representada por todas partes en los monumentos de los primeros siglos. Nos recuerda a Nuestro Señor Jesucristo, que no ha mucho; entró triunfante en los cielos, llevando consigo a la humanidad perdida y reconquistada. “Porque, ¿quién es el Pastor de nuestra parábola, exclama, San Ambrosio, sino Cristo que te lleva en su cuerpo, y ha cargado con tus pecados? Esta oveja es una en su género, no en el número. ¡Pastor afortunado, de cuyo rebaño formamos nosotros la centésima parte! Porque se halla compuesto de Ángeles, Arcángeles, Dominaciones, Potestades, Tronos, etc., innumerables rebaños que ha dejado en los montes para ir en busca de la oveja descarriada”.

La parábola de la dracma perdida y vuelta a encontrar, expone, en forma más familiar aún, y de un modo festivo, esta misma doctrina, que es verdaderamente el centro de la enseñanza del Salvador. Por los pecadores se encarnó el Verbo y quiso tomar un corazón de carne para testimoniarles su amor, y quiso también que se supiere que una de sus mayores glorias es encontrar un alma perdida; sus amigos del cielo participan de esta gloria, quiere que todos la experimenten. Nosotros también, sobre la tierra, tenemos derecho a esta participación. ¿Cómo podrían permanecer indiferentes a este bien, aquellos que aman al Sagrado Corazón y se unen íntimamente a todos sus sentimientos? Pero, reconcentrándonos en nosotros mismos, debemos añadir a la alegría y alabanza que hace renacer, un sentimiento de profunda gratitud, diciendo con San Juan Eudes: “¡Qué te devolveré, oh mi Salvador, y qué haré por tu amor, a Ti que me has librado de caer en los profundos abismos del infierno, tantas veces como yo me he expuesto con mis pecados, o que hubiera caído, si tu bondadosísimo Corazón no me hubiera preservado!”.

Fuente: Dom Prospero Guéranger, El Año Litúrgico


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