Publicado por: Servus Cordis Iesu
Uniendo Ana a la sangre de reyes la de Pontífices, aparece más gloriosa todavía por su incomparable descendencia. Más noble que todas las que han concebido en virtud del “creced y multiplicaos” termina en ella la ley de la generación de toda carne como llegada a su límite, como ante el vestíbulo de Dios. Es el propio Dios quien debe nacer del fruto de su descendencia, hijo, acá abajo, únicamente de la Virgen bendita y nieto al mismo tiempo de Ana y Joaquín.
Antes de haber sido favorecidos con la más alta bendición que unión humana haya podido recibir, los dos santos abuelos del Verbo encarnado conocieron el dolor que purifica al alma. Tradiciones que se remontan a los orígenes del cristianismo, nos muestran a los ilustres esposos sumidos en la prueba de una prolongada esterilidad, expuestos por causa de la misma al desdén del pueblo, a Joaquín, rechazado del templo, ocultando su tristeza en el desierto, y a Ana, solitaria, llorando su viudez y su humillación. ¡Qué sentimientos tan exquisitos los de este relato, comparables a los más hermosos que nos han legado los Sagrados Libros!
“Cierto día en que se celebraba una gran solemnidad del Señor, Ana, a pesar de su profunda tristeza, despojóse de su vestido de duelo, adornó su cabeza, y se engalanó con sus vestiduras nupciales. Hacia la hora Nona descendió al jardín para pasearse en él. Como viese un laurel, sentóse a su sombra y elevó su plegaria en presencia del Señor Dios, diciéndole: ¡Dios de mis padres, bendíceme y escucha mis súplicas de la misma manera que bendijiste a Sara dándole un hijo!
Y elevando sus ojos al cielo vio sobre las ramas del laurel un nido de pajarillos. Entonces exclamó gimiendo: ¡Ay de mí, desgraciada! ¿Qué seno me ha llevado para ser de esta manera maldición de Israel?
¿Con quién me compararé? No puedo hacerlo con los pajarillos del cielo porque ellos han sido bendecidos por ti, Señor.
¿Con quién me compararé? Tampoco puedo compararme con los animales de la tierra porque también ellos son fecundos ante ti, Señor.
¿Con quién me compararé? No puedo compararme con las aguas porque ellas de ninguna manera son estériles, como yo, en tu presencia, Señor, pues los ríos y los océanos abundantes de peces, te alaban con su oleaje y con su curso apacible.
¿Con quién me compararé? Ni siquiera puedo compararme a la tierra misma porque también ella produce sus frutos a su debido tiempo bendiciéndote de esta manera, ¡oh, Señor!”.
Nacimiento de Nuestra Señora
“En esto, apareciéndosele un ángel del Señor le dijo: Ana, Dios ha escuchado tu oración; concebirás y darás a luz, y tu fruto será celebrado en toda la tierra habitada.
Llegado que hubo el tiempo del alumbramiento Ana tuvo una hija y exclamó: Mi alma ha sido ensalzada en esta hora. Y púsole por nombre a la niña, María. Y cuando estaba dándole el pecho entonó este cántico al Señor.
Cantaré las alabanzas del Señor mi Dios, porque me ha visitado, ha quitado mi oprobio dándome un fruto Santo. ¿Quién anunciará a los hijos de Rubén que Ana ha dejado de ser estéril. Escuchad, atended vosotras, las doce tribus: ¡Ana está criando!”.
Joaquín, avisado sobrenaturalmente por el cielo para que abandonase el desierto, encontró a su esposa bajo la puerta Dorada que da acceso al templo por la parte de Oriente. No lejos de allí, junto a la piscina Probática, donde los corderos destinados al sacrificio lavaban sus blancos vellones antes de ser ofrecidos al Señor, se levanta en nuestros días la basílica restaurada de Santa Ana, llamada primitivamente Santa María de la Natividad. Allí, en la quietud del paraíso fue donde germinó, sobre la raíz de Jesé, aquel tallo bendito saludado por el Profeta y portador de la flor divina abierta en el seno del Padre antes que comenzasen a existir los siglos. Séforis, ciudad de Ana, y Nazaret, lugar donde vivió María, disputan, es cierto, a la ciudad santa el honor que reclaman en su favor antiguas y constantes tradiciones. Mas nuestros homenajes, ciertamente, no serán perdidos al dirigirlos en este día a la bienaventurada Ana, verdadero campo incontestable de prodigios cuyo recuerdo renueva la alegría de los cielos, el furor de Satanás y el triunfo del mundo.
¡Oh Santa Ana!; más feliz tú, que la esposa de Elcaná, cuyo nombre llevas, y que fue figura tuya por las mismas pruebas, cantarás desde este momento las grandezas del Señor. ¿Dónde está ahora la altiva sinagoga que te despreció? La descendencia de la estéril es hoy innumerable. Y todos nosotros, conducidos por nuestra Madre, venimos gozosos a presentarte en este día nuestras ofrendas. ¡Qué fiesta hay más enternecedora que la de la abuela, en la que, como hoy se le acercan los nietos a darle sus respetos y amor!
Fuente: Dom Prospero Guéranger, El Año Litúrgico
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