Santa Ana, abuela de Nuestro Señor

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Uniendo Ana a la sangre de reyes la de Pontífices, aparece más gloriosa todavía por su incomparable descendencia. Más noble que todas las que han concebido en virtud del “creced y multiplicaos” termina en ella la ley de la generación de toda carne como llegada a su límite, como ante el vestíbulo de Dios. Es el propio Dios quien debe nacer del fruto de su descendencia, hijo, acá abajo, únicamente de la Virgen bendita y nieto al mismo tiempo de Ana y Joaquín.

Antes de haber sido favorecidos con la más alta bendición que unión humana haya podido recibir, los dos santos abuelos del Verbo encarnado conocieron el dolor que purifica al alma. Tradiciones que se remontan a los orígenes del cristianismo, nos muestran a los ilustres esposos sumidos en la prueba de una prolongada esterilidad, expuestos por causa de la misma al desdén del pueblo, a Joaquín, rechazado del templo, ocultando su tristeza en el desierto, y a Ana, solitaria, llorando su viudez y su humillación. ¡Qué sentimientos tan exquisitos los de este relato, comparables a los más hermosos que nos han legado los Sagrados Libros!

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Domingo VII después de Pentecostés

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Oh Dios, cuya providencia no se engaña en sus disposiciones: suplicámoste humildemente apartes todo lo dañoso, y nos concedas cuanto pueda aprovecharnos.

Lección de la Epístola del Ap. S. Pablo a los Romanos (VI, 19-23) 

Hermanos: Lo digo humanamente, por la flaqueza de vuestra carne: que, así como pusisteis vuestros miembros al servicio de la inmundicia y de la iniquidad, para la iniquidad, así pongáis ahora vuestros miembros al servicio de la justicia, para la santificación. Porque, cuando erais siervos del pecado, estabais libres de la justicia. Y ¿qué fruto sacasteis entonces de aquellas cosas de que ahora os avergonzáis? Porque el fin de ellas es la muerte. Pero ahora, libertados del pecado, y hechos siervos de Dios, tenéis por fruto vuestro la santificación, y por fin la vida eterna. Porque el pago del pecado es la muerte. En cambio, la gracia de Dios es la vida eterna, en Jesucristo, nuestro Señor. 

La vida del bautizado, que le viene de su unión con Nuestro Señor Jesucristo por la fe, es la paz con Dios, la alegría y la libertad. Es dos veces libertad: por razón de lo que el bautismo destruye, y por razón de lo que edifica en nosotros. Para comprender esto, importa definir bien lo que es la libertad, y su contraria la servidumbre. Vivo en servidumbre cuando estoy sujeto bajo la dependencia de quien no debo; cuando el tirano ejerce en mis miembros exteriores violencia; cuando me asocia, a pesar mío, a sus obras malvadas, mientras una parte de mí, la más alta, protesta contra las bajezas que ejecuta su poder despótico. Entonces verdaderamente sí que es servidumbre. Pero cuando vivo bajo la dependencia de quien debo; cuando el poder que se ejerce sobre mí, obra íntimamente, se dirige a la inteligencia y a la voluntad; cuando me hace trabajar con él en obras nobles y dignas; cuando me asocia al trabajo de Dios mismo, y bajo su influencia interior, me hace colaborar en un programa de sana moralidad; cuando estoy persuadido que no sólo Dios, sino todo lo más elevado de mi alma aplaude la obra que juntos ejecutamos Dios y yo, llamadlo servidumbre si queréis, pero para mí es la suprema libertad, una liberación absoluta. Ser dócil a la inteligencia, es libertad; ser dócil a la inteligencia de Dios, es la más absoluta libertad que existe. 

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Sobre la unidad de la Iglesia (II)

Publicado por: Servus Cordis Iesu

La verdadera Iglesia de Jesucristo es Una; los testimonios evidentes y multiplicados de las Sagradas Letras han fijado tan bien este punto, que ningún cristiano puede llevar su osadía a contradecirlo. Pero cuando se trata de determinar y establecer la naturaleza de esta unidad, muchos se dejan extraviar por varios errores. No solamente el origen de la Iglesia, sino todos los caracteres de su constitución pertenecen al orden de las cosas que proceden de una voluntad libre; toda la cuestión consiste, pues, en saber lo que en realidad ha sucedido, y por eso es preciso averiguar no de qué modo la Iglesia podría ser una, sino qué unidad ha querido darle su Fundador.

La Iglesia está constituida en la unidad por su misma naturaleza; es una, aunque las herejías traten de desgarrarla en muchas sectas. Decimos, pues, que la antigua y católica Iglesia es una, porque tiene la unidad; de la naturaleza, de sentimiento, de principio, de excelencia… Además, la cima de perfección de la Iglesia, como el fundamento de su construcción, consiste en la unidad; por eso sobrepuja a todo el mundo, pues nada hay igual ni semejante a ella. Por eso, cuando Jesucristo habla de este edificio místico, no menciona más que una Iglesia, que llama suya: “Yo edificaré mi Iglesia”. Cualquiera otra que se quiera imaginar fuera de ella no puede ser la verdadera Iglesia de Jesucristo.

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Sobre la unidad de la Iglesia (I)

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Bien sabéis que una parte considerable de nuestros pensamientos y de nuestras preocupaciones tiene por objeto esforzarnos en volver a los extraviados al redil que gobierna el soberano Pastor de las almas, Jesucristo. Aplicando nuestra alma a ese objeto, Nos hemos pensado que sería utilísimo a tamaño designio y a tan grande empresa de salvación trazar la imagen de la Iglesia, dibujando, por decirlo así, sus contornos principales, y poner en relieve, como su distintivo más característico y más digno de especial atención, la unidad, carácter insigne de la verdad y del invencible poder que el Autor divino de la Iglesia ha impreso en su obra. Considerada en su forma y en su hermosura nativa, la Iglesia debe tener una acción muy poderosa sobre las almas, y no es apartarse de la verdad decir que ese espectáculo puede disipar la ignorancia y desvanecer las ideas falsas y las preocupaciones, sobre todo aquellas que no son hijas de la malicia. Pueden también excitar en los hombres el amor a la Iglesia, un amor semejante a la caridad, bajo cuyo impulso Jesucristo ha escogido a la Iglesia por su Esposa, rescatándola con su sangre divina; pues Jesucristo amó a la Iglesia y se entregó Él mismo por ella.

La Iglesia es con frecuencia llamada en las sagradas letras un cuerpo, y también el cuerpo de Cristo. “Sois el cuerpo de Cristo”. Porque la Iglesia es un cuerpo visible a los ojos; porque es el cuerpo de Cristo, es un cuerpo vivo, activo, lleno de savia, sostenido y animado como está por Jesucristo, que lo penetra con su virtud, como, aproximadamente, el tronco de la viña alimenta y hace fértiles a las ramas que le están unidas. En los seres animados, el principio vital es invisible y oculto en lo más profundo del ser, pero se denuncia y manifiesta por el movimiento y la acción de los miembros; así, el principio de vida sobrenatural que anima a la Iglesia se manifiesta a todos los ojos por los actos que produce.

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Eficacia santificadora de la Eucaristía

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Entre todos los ejercicios y prácticas de piedad, ninguno hay cuya eficacia santificadora pueda compararse a la digna recepción del sacramento de la Eucaristía. En ella recibimos no solamente la gracia, sino el Manantial y la Fuente misma de donde brota. Ella debe ser, en su doble aspecto de sacramento y de sacrificio, el centro de convergencia de toda la vida cristiana. Toda debe girar en torno a la Eucaristía. 

Omitimos aquí una multitud de cuestiones dogmáticas y morales relativas a la Eucaristía. Recordemos, no obstante, en forma de breves puntos, algunas ideas fundamentales que conviene tener siempre muy presentes: La santidad consiste en participar de una manera cada vez más plena y perfecta de la vida divina que se nos comunica por la gracia.

Esta gracia brota -como de su Fuente única para el hombre- del Corazón de Cristo, en el que reside la plenitud de la gracia y de la divinidad.

Cristo nos comunica la gracia por los sacramentos, principalmente por la Eucaristía, en la que se nos da a sí mismo como alimento de nuestras almas. Pero, a diferencia del alimento material, no somos nosotros quienes asimilamos a Cristo, sino Él quien nos diviniza y transforma en sí mismo. En la Eucaristía alcanza el cristiano su máxima cristificación, en la que consiste la santidad.

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La eficacia de la oración

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Nada ayuda tanto a orar con confianza, como la experiencia personal de la eficacia de la oración, a la que la amorosa providencia ha respondido concediendo generosamente, plenamente, lo que se le pedía. Pero muchas veces nos ha dicho la Providencia que esperemos hasta el tiempo que ella designe. Al ver retardado el cumplimiento de sus plegarias, no pocos sienten que su confianza sufre un golpe considerable, no saben estar tranquilos cuando Dios parece sordo a todas sus súplicas. No, no perdáis nunca vuestra confianza en aquel Dios que os ha creado, que os ha amado antes de que vosotros pudierais amarlo y que os ha hecho sus amigos.

Elevad la mente, queridos hijos, y escuchad lo que enseña el gran Doctor santo Tomás de Aquino cuando explica por qué las oraciones no son siempre acogidas por Dios: “Dios oye los deseos de la criatura racional, en cuanto desea el bien. Pero ocurre acaso que lo que se pide no es un bien verdadero, sino aparente, y hasta un verdadero mal. Por eso esta oración no puede ser oída de Dios. Porque está escrito: Pedís y no recibís, porque pedís mal”. Vosotros deseáis, vosotros buscáis un bien, como os parece a vosotros eso que pedís; pero Dios ve mucho más lejos que vosotros en aquello que deseáis. Así como Dios cumple los deseos que se le exponen en la oración, por el amor que tiene hacia la criatura racional, no hay que maravillarse si en algunas ocasiones no oye la petición de aquellos que ama de modo particular, para hacer en cambio lo que, en realidad, les ayuda más.

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Festividad de la Preciosísima Sangre

Publicado por: Servus Cordis Iesu

“Beberéis aguas con gozo en las fuentes del Salvador”. Estas palabras con las que el profeta Isaías prefiguraba simbólicamente los múltiples y abundantes bienes que la era mesiánica había de traer consigo, vienen espontáneas a Nuestra mente, si damos una mirada retrospectiva a los cien años pasados desde que Nuestro Predecesor, de inmortal memoria, Pío IX, correspondiendo a los deseos del orbe católico, mandó celebrar la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús en la Iglesia universal.

Innumerables son, en efecto, las riquezas celestiales que el culto tributado al Sagrado Corazón infunde en las almas: las purifica, las llena de consuelos sobrenaturales y las mueve a alcanzar las virtudes todas. Por ello, recordando las palabras del apóstol Santiago: “Toda dádiva, buena y todo don perfecto de arriba desciende, del Padre de las luces”, razón tenemos para considerar en este culto, ya tan universal y cada vez más fervoroso, el inapreciable don que el Verbo Encarnado, nuestro Salvador divino y único Mediador de la gracia y de la verdad entre el Padre Celestial y el género humano, ha concedido a la Iglesia, su mística Esposa, en el curso de los últimos siglos, en los que ella ha tenido que vencer tantas dificultades y soportar pruebas tantas. 

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Encíclicas sobre el Sagrado Corazón (II)

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Entre todo cuanto propiamente atañe al culto del Sacratísimo Corazón, descuella la piadosa y memorable consagración con que nos ofrecemos al Corazón divino de Jesús, con todas nuestras cosas, reconociéndolas como recibidas de la eterna bondad de Dios. 

Si lo primero y principal de la consagración es que al amor del Creador responda el amor de la criatura, síguese espontáneamente otro deber: el de compensar las injurias de algún modo inferidas al Amor increado, si fue desdeñado con el olvido o ultrajado con la ofensa. A este deber llamamos vulgarmente reparación.

Y si unas mismas razones nos obligan a lo uno y a lo otro, con más apremiante título de justicia y amor estamos obligados al deber de reparar y expiar: de, justicia, en cuanto a la expiación de la ofensa hecha a Dios por nuestras culpas y en cuanto a la reintegración del orden violado; de amor, en cuanto a padecer con Cristo paciente y “saturado de oprobio” y, según nuestra pobreza, ofrecerle algún consuelo.

Ciertamente en el culto al Sacratísimo Corazón de Jesús tiene la primacía y la parte principal el espíritu de expiación y reparación; ni hay nada más conforme con el origen, índole, virtud y prácticas propias de esta devoción, como la historia y la tradición, la sagrada liturgia y las actas de los Santos Pontífices confirman.

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Encíclicas sobre el Sagrado Corazón (I)

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Muchas veces Nos hemos esforzado en mantener y poner más a la luz del día esta forma excelente de piedad que consiste en honrar al Sacratísimo Corazón de Jesús. 

Si todo poder ha sido dado a Cristo, se deduce necesariamente que su imperio debe ser soberano, absoluto, independiente de la voluntad de cualquier otro ser, de suerte que ningún poder no pueda equipararse al suyo. Y puesto que este imperio le ha sido dado en el cielo y sobre la tierra, se requiere que ambos le estén sometidos.

Efectivamente, Él ejerció este derecho extraordinario, que le pertenecía, cuando envió a sus apóstoles a propagar su doctrina, a reunir a todos los hombres en una sola Iglesia por el bautismo de salvación, a fin de imponer leyes que nadie pudiera desconocer sin poner en peligro su eterna salvación. 

Dios y Redentor a la vez, posee plenamente y de un modo perfecto, todo lo que existe. Nosotros, por el contrario, somos tan pobres y tan desprovistos de todo, que no tenemos nada que nos pertenezca y que podamos ofrecerle en obsequio. No obstante, por su bondad y caridad soberanas, no rehúsa nada que le ofrezcamos y que le consagremos lo que ya le pertenece, como si fuera posesión nuestra. No sólo no rehúsa esta ofrenda, sino que la desea y la pide: “¡Hijo mío, dame tu corazón!”. Podemos pues serle enteramente agradables con nuestra buena voluntad y el afecto de nuestras almas. Consagrándonos a Él, no solamente reconocemos y aceptamos abiertamente su imperio con alegría, sino que testimoniamos realmente que si lo que le ofrecemos nos perteneciera, se lo ofreceríamos de todo corazón; así pedimos a Dios quiera recibir de nosotros estos mismos objetos que ya le pertenecen de un modo absoluto. Esta es la eficacia del acto del que estamos hablando, y este es el sentido de sus palabras.

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El Amor Divino de Nuestro Señor

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Si el Sagrado Corazón merece por Sí mismo nuestros homenajes, es todavía más digno de nuestro culto como símbolo vivo del inmenso amor que lo llena por completo.

Es primeramente símbolo del amor hacia su Padre Celestial: “Las principales virtudes que se pretenden honrar en él, escribía el Bienaventurado Claudio de la Colombiére, son: en primer término, el ardentísimo amor hacia Dios, su Padre, unido al más profundo respeto y a la mayor intimidad que ha existido; en segundo lugar, una paciencia infinita en soportar los males, una contrición y un extremado dolor de los pecados que ha cargado sobre sus hombros; la confianza de un hijo tiernísimo, frente a la confusión de un gran pecador”.

Basta hojear los evangelios para encontrar la expresión de este amor, de esta intimidad, de esta confianza del Corazón de Jesús en su Padre. “¿No sabíais que debo ocuparme en las cosas de mi Padre…? Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre que me envió…” ¡Qué efusión en las palabras: “Padre, te doy gracias porque te has revelado a los pequeñuelos”! ¡Qué autoridad en estas otras: “Mi Padre y yo somos uno!” ¡Qué confianza cuando le dice en el Cenáculo “¡Padre, glorifica a tu Hijo!” y en el Calvario: “¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!”. Estas citas, que pudieran multiplicarse, nos revelan aún más el amor del Corazón del Verbo Encarnado hacia su Padre, y son modelo del que debemos tenerle nosotros.

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