Responsabilidad de la mujer en la vida conyugal

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Es cierto e indudable que, para la felicidad de un hogar doméstico, la mujer puede más que el hombre. Corresponde la parte principal al marido en el asegurar la subsistencia y el porvenir de las personas y de la casa, en las determinaciones que comprometen a él y a los hijos para el futuro; pero, en cambio, atañen a la mujer aquellos mil, pero atentos, detalles, aquellas imponderables atenciones y cuidados diarios, que son los elementos de la atmósfera interior de una familia, y que, según procedan rectamente, o en cambio se alteren o falten, la hacen o sana, fresca y confortable, o pesada, viciada e irrespirable. Entre las paredes domésticas, el trabajo de la esposa debe ser siempre la labor de la mujer fuerte, tan exaltada por la Sagrada Escritura; de la mujer a la cual el esposo confía su corazón, y que le devolverá bien y no mal para todos los días de su vida.

¿Quién creará, poco a poco, día tras día, el verdadero hogar espiritual, sino el trabajo espiritual de aquella que ha venido a ser “señora de casa”, de aquella a quien se confía el corazón de su esposo? El marido podrá ser obrero, agricultor, profesional, hombre de letras o de ciencias, artista, empleado, funcionario; en todos los casos es inevitable que su trabajo se ejercite la mayor parte del tiempo fuera de casa, o que en casa permanezca confinado en el silencio continuado de su estudio, que escapa a la vida de familia. Para él el hogar doméstico será el lugar en donde, al final del trabajo diario, restaurará sus fuerzas físicas y morales en el reposo, en la calma, en la alegría íntima. Para la mujer, en cambio, ordinariamente, este hogar será siempre el refugio y el nido de su labor principal, de aquella labor que poco a poco hará de este retiro, por pobre que sea, una “casa” de alegre y tranquila convivencia, embellecida, no con muebles o con objetos como un hotel, sin estilo ni sello personal, sin expresión propia, sino con recuerdos, que dejan sobre los muebles o fijan en las paredes la memoria de la vida vivida juntos, los gustos, los pensamientos, las alegrías y las penas comunes, trazas y señales, a veces visibles, algunas casi imperceptibles, pero de las que, con el ala del tiempo, el hogar material sacará su alma. Pero el alma de todo, será la mano y el arte femenino, con el que la esposa hará atrayente todo rincón de la casa, si no con otra cosa, por lo menos con el cuidado, con el orden y con la limpieza, con tener preparado o preparar todo lo necesario en el momento oportuno: el manjar para reponerse de las fatigas, el lecho para el descanso. A la mujer, más que al hombre, ha concedido Dios el don, con el sentido de la gracia y del agrado, de hacer lindas y agradables las cosas más sencillas, precisamente porque ella, hecha semejante al hombre como ayuda para formar con él la familia, ha nacido hecha para derramar la gentileza y la dulzura en torno al hogar de su marido, y hacer que la vida de los dos se armonice y se afirme fecunda, y florezca en su real desarrollo.

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Sobre la unidad de la Iglesia (II)

Publicado por: Servus Cordis Iesu

La verdadera Iglesia de Jesucristo es Una; los testimonios evidentes y multiplicados de las Sagradas Letras han fijado tan bien este punto, que ningún cristiano puede llevar su osadía a contradecirlo. Pero cuando se trata de determinar y establecer la naturaleza de esta unidad, muchos se dejan extraviar por varios errores. No solamente el origen de la Iglesia, sino todos los caracteres de su constitución pertenecen al orden de las cosas que proceden de una voluntad libre; toda la cuestión consiste, pues, en saber lo que en realidad ha sucedido, y por eso es preciso averiguar no de qué modo la Iglesia podría ser una, sino qué unidad ha querido darle su Fundador.

La Iglesia está constituida en la unidad por su misma naturaleza; es una, aunque las herejías traten de desgarrarla en muchas sectas. Decimos, pues, que la antigua y católica Iglesia es una, porque tiene la unidad; de la naturaleza, de sentimiento, de principio, de excelencia… Además, la cima de perfección de la Iglesia, como el fundamento de su construcción, consiste en la unidad; por eso sobrepuja a todo el mundo, pues nada hay igual ni semejante a ella. Por eso, cuando Jesucristo habla de este edificio místico, no menciona más que una Iglesia, que llama suya: “Yo edificaré mi Iglesia”. Cualquiera otra que se quiera imaginar fuera de ella no puede ser la verdadera Iglesia de Jesucristo.

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Sobre la unidad de la Iglesia (I)

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Bien sabéis que una parte considerable de nuestros pensamientos y de nuestras preocupaciones tiene por objeto esforzarnos en volver a los extraviados al redil que gobierna el soberano Pastor de las almas, Jesucristo. Aplicando nuestra alma a ese objeto, Nos hemos pensado que sería utilísimo a tamaño designio y a tan grande empresa de salvación trazar la imagen de la Iglesia, dibujando, por decirlo así, sus contornos principales, y poner en relieve, como su distintivo más característico y más digno de especial atención, la unidad, carácter insigne de la verdad y del invencible poder que el Autor divino de la Iglesia ha impreso en su obra. Considerada en su forma y en su hermosura nativa, la Iglesia debe tener una acción muy poderosa sobre las almas, y no es apartarse de la verdad decir que ese espectáculo puede disipar la ignorancia y desvanecer las ideas falsas y las preocupaciones, sobre todo aquellas que no son hijas de la malicia. Pueden también excitar en los hombres el amor a la Iglesia, un amor semejante a la caridad, bajo cuyo impulso Jesucristo ha escogido a la Iglesia por su Esposa, rescatándola con su sangre divina; pues Jesucristo amó a la Iglesia y se entregó Él mismo por ella.

La Iglesia es con frecuencia llamada en las sagradas letras un cuerpo, y también el cuerpo de Cristo. “Sois el cuerpo de Cristo”. Porque la Iglesia es un cuerpo visible a los ojos; porque es el cuerpo de Cristo, es un cuerpo vivo, activo, lleno de savia, sostenido y animado como está por Jesucristo, que lo penetra con su virtud, como, aproximadamente, el tronco de la viña alimenta y hace fértiles a las ramas que le están unidas. En los seres animados, el principio vital es invisible y oculto en lo más profundo del ser, pero se denuncia y manifiesta por el movimiento y la acción de los miembros; así, el principio de vida sobrenatural que anima a la Iglesia se manifiesta a todos los ojos por los actos que produce.

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La eficacia de la oración

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Nada ayuda tanto a orar con confianza, como la experiencia personal de la eficacia de la oración, a la que la amorosa providencia ha respondido concediendo generosamente, plenamente, lo que se le pedía. Pero muchas veces nos ha dicho la Providencia que esperemos hasta el tiempo que ella designe. Al ver retardado el cumplimiento de sus plegarias, no pocos sienten que su confianza sufre un golpe considerable, no saben estar tranquilos cuando Dios parece sordo a todas sus súplicas. No, no perdáis nunca vuestra confianza en aquel Dios que os ha creado, que os ha amado antes de que vosotros pudierais amarlo y que os ha hecho sus amigos.

Elevad la mente, queridos hijos, y escuchad lo que enseña el gran Doctor santo Tomás de Aquino cuando explica por qué las oraciones no son siempre acogidas por Dios: “Dios oye los deseos de la criatura racional, en cuanto desea el bien. Pero ocurre acaso que lo que se pide no es un bien verdadero, sino aparente, y hasta un verdadero mal. Por eso esta oración no puede ser oída de Dios. Porque está escrito: Pedís y no recibís, porque pedís mal”. Vosotros deseáis, vosotros buscáis un bien, como os parece a vosotros eso que pedís; pero Dios ve mucho más lejos que vosotros en aquello que deseáis. Así como Dios cumple los deseos que se le exponen en la oración, por el amor que tiene hacia la criatura racional, no hay que maravillarse si en algunas ocasiones no oye la petición de aquellos que ama de modo particular, para hacer en cambio lo que, en realidad, les ayuda más.

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Festividad de la Preciosísima Sangre

Publicado por: Servus Cordis Iesu

“Beberéis aguas con gozo en las fuentes del Salvador”. Estas palabras con las que el profeta Isaías prefiguraba simbólicamente los múltiples y abundantes bienes que la era mesiánica había de traer consigo, vienen espontáneas a Nuestra mente, si damos una mirada retrospectiva a los cien años pasados desde que Nuestro Predecesor, de inmortal memoria, Pío IX, correspondiendo a los deseos del orbe católico, mandó celebrar la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús en la Iglesia universal.

Innumerables son, en efecto, las riquezas celestiales que el culto tributado al Sagrado Corazón infunde en las almas: las purifica, las llena de consuelos sobrenaturales y las mueve a alcanzar las virtudes todas. Por ello, recordando las palabras del apóstol Santiago: “Toda dádiva, buena y todo don perfecto de arriba desciende, del Padre de las luces”, razón tenemos para considerar en este culto, ya tan universal y cada vez más fervoroso, el inapreciable don que el Verbo Encarnado, nuestro Salvador divino y único Mediador de la gracia y de la verdad entre el Padre Celestial y el género humano, ha concedido a la Iglesia, su mística Esposa, en el curso de los últimos siglos, en los que ella ha tenido que vencer tantas dificultades y soportar pruebas tantas. 

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El Rey de la familia

Publicado por: Servus Cordis Iesu

A vosotros, recién casados, a las palabras de saludo y bendición nos es grato añadir una palabra de exhortación que nos sugieren las circunstancias de esta audiencia que precede en un día a la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús.

La devoción al Sacratísimo Corazón del Redentor del mundo, que en estos últimos tiempos se ha difundido tan admirablemente por toda la Iglesia en las más elevadas y varias manifestaciones, ha sido establecida y querida por el mismo Salvador divino, al solicitar y sugerir Él mismo los obsequios con que deseaba fuese honrado su Corazón adorable.

Jesús determinó el fin de esta querida devoción, cuando en la más célebre de las apariciones a Santa Margarita María Alacoque prorrumpió en aquellas doloridas palabras: “He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres y de tantos beneficios les ha colmado, que no ha rehusado nada hasta agotarse y consumarse por testimoniarles su amor: y en cambio no recibe de la mayor parte de ellos sino ingratitudes”.

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Integridad del depósito de la Fe

Publicado por: Servus Cordis Iesu

La Iglesia nada ha deseado con tanto ardor ni procurado con tanto esfuerzo cómo conservar del modo más perfecto la integridad de la fe. Por esto ha mirado como a rebeldes declarados y ha lanzado de su seno a todos los que no piensan como ella sobre cualquier punto de su doctrina.

Los arrianos, los montanistas, los novacianos, los cuartodecimanos, los eutiquianos no abandonaron, seguramente, toda la doctrina católica, sino solamente tal o cual parte, y, sin embargo, ¿quién ignora que fueron declarados herejes y arrojados del seno de la Iglesia? Un juicio semejante ha condenado a todos los fautores de doctrinas erróneas que fueron apareciendo en las diferentes épocas de la historia. “Nada es más peligroso que esos heterodoxos que, conservando en lo demás la integridad de la doctrina, con una sola palabra, como gota de veneno, corrompen la pureza y sencillez de la fe que hemos recibido de la tradición dominical, después apostólica”.

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Almas santas en torno al Corpus Christi

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Santas Juliana de Cornillon y Eva de San Martín de Lieja 

Al tiempo mismo en que el brazo victorioso del héroe cristiano, Simón de Monforte, el paladín de la fe, abatía a la herejía, Dios preparaba a su Hijo, indignamente ultrajado por los sectarios en el Sacramento de su amor, un triunfo más pacífico y una reparación más completa. En 1208, una humilde religiosa hospitalaria, Juliana de Mont-Cornillon, cerca de Lieja, tuvo una visión misteriosa en que se le apareció la luna llena, faltando en su disco un trozo. Después de dos años le fue revelado que la luna representaba la Iglesia de su tiempo, y que el pedazo que faltaba, indicaba la ausencia de una solemnidad en el Ciclo litúrgico. Dios quería dar a entender que una fiesta nueva debía celebrarse cada año para honrar solemne y distintamente la institución de la Eucaristía; porque la memoria histórica de la Cena del Señor en el Jueves Santo, no respondía a las necesidades nuevas de los pueblos inquietados por la herejía; y no bastaba tampoco a la Iglesia, ocupada por otra parte entonces por las importantes funciones de ese día, y absorbida pronto por las tristezas del Viernes Santo.

Al mismo tiempo que Juliana recibía esta comunicación, la fue mandado poner manos a la obra y hacer conocer al mundo la divina voluntad. Veinte años pasaron antes de que la humilde y tímida virgen se lanzase a tomar sobre sí tal iniciativa. Se abrió por fin a un canónigo de San Martín de Lieja, llamado Juan de Lausanna, a quien estimaba singularmente por su gran santidad, y le pidió tratase del objeto de su misión con los doctores. Todos acordaron reconocer que no sólo nada se oponía al establecimiento de la fiesta proyectada, sino que resultaría, por el contrario, un aumento de la gloria divina y un gran bien de las almas. Animada por esta decisión, la Bienaventurada hizo componer y aprobar para la futura fiesta un oficio propio, que comenzaba por estas palabras: Animarum cibus, del que quedan todavía algunos fragmentos,

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El Espíritu Santo en María Santísima

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Adornada por el Espíritu Santo, después de la humanidad de nuestro Redentor, de todos los dones que podían acercarla, cuanto era posible a una criatura, a la naturaleza divina a la que la Encarnación la había unido, el alma, la persona toda de María fue favorecida en el orden de la gracia más que todas las creaturas juntas. No podía ser de otro modo, y se concebirá por poco que se pretenda sondear por medio del pensamiento el abismo de grandezas y de santidad que representa la Madre de Dios. María forma ella sola un mundo aparte en el orden de la gracia. Hubo un tiempo en que ella sola fue la Iglesia de Jesús. Primeramente fue enviado el Espíritu para ella sola, y la llenó de gracia en el mismo instante de su inmaculada concepción. Esta gracia se desarrolló en ella por la acción continua del Espíritu hasta hacerla digna, en cuanto era posible, a una criatura, de concebir y dar a luz al mismo Hijo de Dios que se hizo también suyo. Hemos visto al Espíritu Santo enriquecerla con nuevos dones, prepararla para una nueva misión; al ver tantas maravillas, nuestro corazón no puede contener el ardor de su admiración ni el de su reconocimiento hacia el Paráclito que se dignó portarse con tanta magnificencia con la Madre de los hombres.

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Don de Consejo

Publicado por: Servus Cordis Iesu

El don de consejo es el realizador práctico de esta vida totalmente divina en medio de las mil contingencias de una vida humana, que transcurre en un inextricable laberinto de dificultades. Este don hace pasar las grandes luces de la fe y de los dones superiores de sabiduría, de entendimiento o de ciencia al dominio concreto de la acción. Indica a todos los hijos de Dios, con un instinto infalible, no sólo en las grandes horas de una existencia humana, sino hasta en los más mínimos detalles de una vida en apariencia monótona, el camino personal de su redención. Cada uno tiene su camino más corto, su “atajo” para ir a Dios. Es preciso estar atento a esta inspiración divina, que nunca falta y que permite a toda alma de buena voluntad realizar en el tiempo el misterio de su propia predestinación. Los caminos de Dios varían al infinito. El don de consejo sugiere a cada uno su lugar en los designios eternos de Dios y en el conjunto del gobierno del mundo. El don de consejo es el que nos ajusta prácticamente al plan de Dios. El mismo Espíritu, que asiste a la Iglesia de Jesús, a fin de que no se desvíe un ápice de su misión de verdad y de santidad, acompaña en particular a cada una de nuestras almas con su luz vigilante y rectora. De ahí proceden, en ciertas horas, en todas las existencias, esas iluminaciones súbitas que cambian todo el plan de una vida, esas inspiraciones repentinas que descubren en una luz decisiva nuestra manera propia de asemejarnos al rostro de Cristo. De ordinario, la asistencia de este Espíritu nos manifiesta la voluntad de Dios a través de las directivas de la Iglesia y de los hechos cotidianos. Dios habla por medio de los acontecimientos. Así no nos deslumbra. Esta forma discreta, pero distinta, nos formula con seguridad una indicación divina, ello es suficiente. Los verdaderos hijos de Dios son conducidos por su Padre del cielo y por su Espíritu. Así Cristo Jesús no cesa, como lo hizo con los primeros apóstoles, de enviarnos “el Paráclito”, para encaminarnos hacia la vida eterna por los senderos de Dios.

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