Sobre la unidad de la Iglesia (I)

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Bien sabéis que una parte considerable de nuestros pensamientos y de nuestras preocupaciones tiene por objeto esforzarnos en volver a los extraviados al redil que gobierna el soberano Pastor de las almas, Jesucristo. Aplicando nuestra alma a ese objeto, Nos hemos pensado que sería utilísimo a tamaño designio y a tan grande empresa de salvación trazar la imagen de la Iglesia, dibujando, por decirlo así, sus contornos principales, y poner en relieve, como su distintivo más característico y más digno de especial atención, la unidad, carácter insigne de la verdad y del invencible poder que el Autor divino de la Iglesia ha impreso en su obra. Considerada en su forma y en su hermosura nativa, la Iglesia debe tener una acción muy poderosa sobre las almas, y no es apartarse de la verdad decir que ese espectáculo puede disipar la ignorancia y desvanecer las ideas falsas y las preocupaciones, sobre todo aquellas que no son hijas de la malicia. Pueden también excitar en los hombres el amor a la Iglesia, un amor semejante a la caridad, bajo cuyo impulso Jesucristo ha escogido a la Iglesia por su Esposa, rescatándola con su sangre divina; pues Jesucristo amó a la Iglesia y se entregó Él mismo por ella.

La Iglesia es con frecuencia llamada en las sagradas letras un cuerpo, y también el cuerpo de Cristo. “Sois el cuerpo de Cristo”. Porque la Iglesia es un cuerpo visible a los ojos; porque es el cuerpo de Cristo, es un cuerpo vivo, activo, lleno de savia, sostenido y animado como está por Jesucristo, que lo penetra con su virtud, como, aproximadamente, el tronco de la viña alimenta y hace fértiles a las ramas que le están unidas. En los seres animados, el principio vital es invisible y oculto en lo más profundo del ser, pero se denuncia y manifiesta por el movimiento y la acción de los miembros; así, el principio de vida sobrenatural que anima a la Iglesia se manifiesta a todos los ojos por los actos que produce.

De aquí se sigue que están en un pernicioso error los que, haciéndose una Iglesia a medida de sus deseos, se la imaginan como oculta y en manera alguna visible, y aquellos otros que la miran como una institución humana, provista de una organización, de una disciplina y ritos exteriores, pero sin ninguna comunicación permanente de los dones de la gracia divina, sin nada que demuestre por una manifestación diaria y evidente la vida sobrenatural que recibe de Dios.

Lo mismo una que otra concepción son igualmente incompatibles con la Iglesia de Jesucristo, como el cuerpo o el alma son por sí solos incapaces de constituir el hombre. El conjunto y la unión de estos dos elementos es indispensable a la verdadera Iglesia, como la íntima unión del alma y del cuerpo es indispensable a la naturaleza. La Iglesia no es una especie de cadáver; es el cuerpo de Cristo, animado con su vida sobrenatural. Cristo mismo, jefe y modelo de la Iglesia, no está entero si se considera en Él exclusivamente la naturaleza humana y visible, como hacen los discípulos de Fotino o Nestorio, o únicamente la naturaleza divina e invisible, como hacen los monofisitas; pero Cristo es uno por la unión de las dos naturalezas, visible e invisible, y es uno en las dos: del mismo modo, su Cuerpo místico no es la verdadera Iglesia sino a condición de que sus partes visibles tomen su fuerza y su vida de los dones sobrenaturales y otros elementos invisibles; y de esta unión es de la que resulta la naturaleza de sus mismas partes exteriores.

Mas como la Iglesia es así por voluntad y orden de Dios, así debe permanecer sin ninguna interrupción hasta el fin de los siglos, pues de no ser así no habría sido fundada para siempre, y el fin mismo a que tiende quedaría limitado en el tiempo y en el espacio; doble conclusión contraria a la verdad. Es cierto, por consiguiente, que esta reunión de elementos visibles e invisibles, estando por la voluntad de Dios en la naturaleza y la constitución íntima de la Iglesia, debe durar, necesariamente, tanto como la misma Iglesia dure.

No es otra la razón en que se funda San Juan Crisóstomo cuando nos dice: “No te separes de la Iglesia. Nada es más fuerte que la Iglesia. Tu esperanza es la Iglesia; tu salud es la Iglesia; tu refugio es la Iglesia. Es más alta que el cielo y más ancha que la tierra. No envejece jamás, su vigor es eterno. Por eso la Escritura, para demostrarnos su solidez inquebrantable, le da el nombre de montaña”. San Agustín añade: “Los infieles creen que la religión cristiana debe durar cierto tiempo en el mundo para luego desaparecer. Durará tanto como el sol; y mientras el sol siga saliendo y poniéndose, es decir, mientras dure el curso de los tiempos, la Iglesia de Dios, esto es, el Cuerpo de Cristo, no desaparecerá del mundo”. Y el mismo Padre dice en otro lugar: “La Iglesia vacilará si su fundamento vacila; pero ¿cómo podrá vacilar Cristo? Mientras Cristo no vacile, la Iglesia no flaqueará jamás hasta el fin de los tiempos. ¿Dónde están los que dicen: La Iglesia ha desaparecido del mundo, cuando ni siquiera puede flaquear?”.

Estos son los fundamentos sobre los que debe apoyarse quien busca la verdad. La Iglesia ha sido fundada y constituida por Jesucristo nuestro Señor; por tanto, cuando inquirimos la naturaleza de la Iglesia, lo esencial es saber lo que Jesucristo ha querido hacer y lo que ha hecho en realidad. Hay que seguir esta regla cuando sea preciso tratar, sobre todo, de la unidad de la Iglesia.

Fuente: S.S. León XIII, Encíclica Satis Cognitum


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