Eficacia santificadora de la Eucaristía

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Entre todos los ejercicios y prácticas de piedad, ninguno hay cuya eficacia santificadora pueda compararse a la digna recepción del sacramento de la Eucaristía. En ella recibimos no solamente la gracia, sino el Manantial y la Fuente misma de donde brota. Ella debe ser, en su doble aspecto de sacramento y de sacrificio, el centro de convergencia de toda la vida cristiana. Toda debe girar en torno a la Eucaristía. 

Omitimos aquí una multitud de cuestiones dogmáticas y morales relativas a la Eucaristía. Recordemos, no obstante, en forma de breves puntos, algunas ideas fundamentales que conviene tener siempre muy presentes: La santidad consiste en participar de una manera cada vez más plena y perfecta de la vida divina que se nos comunica por la gracia.

Esta gracia brota -como de su Fuente única para el hombre- del Corazón de Cristo, en el que reside la plenitud de la gracia y de la divinidad.

Cristo nos comunica la gracia por los sacramentos, principalmente por la Eucaristía, en la que se nos da a sí mismo como alimento de nuestras almas. Pero, a diferencia del alimento material, no somos nosotros quienes asimilamos a Cristo, sino Él quien nos diviniza y transforma en sí mismo. En la Eucaristía alcanza el cristiano su máxima cristificación, en la que consiste la santidad.

La comunión, al darnos enteramente a Cristo, pone a nuestra disposición todos los tesoros de santidad, de sabiduría y de ciencia encerrados en Él. Con ella, pues, recibe el alma un tesoro rigurosa y absolutamente infinito que se le entrega en propiedad.

Juntamente con el Verbo encarnado -con su cuerpo, alma y divinidad-, se nos dan en la Eucaristía las otras dos personas de la Santísima Trinidad, el Padre y el Espíritu Santo, en virtud del inefable misterio de la circuminsesión, que las hace inseparables. Nunca tan perfectamente como después de comulgar el cristiano se convierte en templo y sagrario de la Divinidad. En virtud de este divino e inefable contacto con la Santísima Trinidad, el alma -y, por redundancia de ella, el mismo cuerpo del cristiano- se hace más sagrada que la custodia y el copón.

La unión eucarística nos asocia de una manera misteriosa, pero realísima, a la vida íntima de la Santísima Trinidad. En el alma del que acaba de comulgar, el Padre engendra a su Hijo unigénito, y de ambos procede esa corriente de amor, verdadero torrente de llamas, que es el Espíritu Santo. El cristiano después de comulgar debería caer en éxtasis de adoración y de amor, limitándose únicamente a dejarse llevar por el Padre al Hijo y por el Hijo al Padre en la unidad del Espíritu Santo. Un sencillo movimiento de abrasado amor y de íntima y entrañable adoración, que podría traducirse en la simple fórmula del Gloria Patri, et Filio, et Spiritui Sancto…

De esta forma, la unión eucarística es ya el cielo comenzado, el “cara a cara en las tinieblas” (sor Isabel de la Trinidad). En el cielo no haremos otra cosa. 

Estas ideas son fundamentales, y ellas solas bastarían, bien meditadas, para darnos el tono y la norma de nuestra vida cristiana, que ha de ser esencialmente eucarística.

Fuente: Antonio Royo Marín, Teología de la perfección cristiana


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