Publicado por: Servus Cordis Iesu
La divina Sabiduría a todos se ofrece y a todos invita, sin excluir a nadie, ni aun a sus más declarados enemigos, si de veras a ella se convierten y tratan de serle fieles. Llama a grandes y a pequeños, a doctos e ignorantes, a religiosos y seglares, a justos y pecadores, con tal que de corazón se le entreguen y con amor y docilidad la escuchen y se dejen guiar de su dulcísimo espíritu. Promete gloriosos premios a cuantos saben corresponderle. A éstos se les comunicará con todas sus infinitas riquezas.
Por tanto, bien podemos contar todos con estas liberalidades de la divina bondad y misericordia, si de todo corazón confiamos y nos abandonamos en ella, renunciándonos de veras a nosotros mismos. Pues cuando un alma, desconfiando de sí, de su propia ciencia, habilidad y prudencia, tiene siempre puestos los ojos en Dios, entregándose en sus manos y esperándolo de Él todo, nunca deja Él de tomar plena posesión de ella, encargándose por sí mismo de dirigirla y gobernarla y proveerla en todas las cosas.
La misma Sabiduría nos asegura, en efecto, que ama a cuantos la aman y que, más tarde o más temprano, se dejará ver y hallar de cuantos con todo corazón la desean y la buscan, dispuesta a colmarlos de gloria y riquezas, de justicia y felicidad.
Ella da vida, infunde alientos, recibe con amor, consuela, dirige y colma de bendiciones a cuantos de veras la buscan y dócilmente se prestan a escucharla.
Nadie, por humilde, despreciable, pecador, rudo, ignorante y pobre que sea, podrá con verdad decir: “Yo nunca he sido invitado a esas íntimas comunicaciones divinas”. Pues Dios no hace tales excepciones, a todos llama a la verdadera y plena santidad, a una santidad propia de los hijos suyos, que en todo deben procurar parecérsele; con todos desea comunicarse de una manera íntima y cordial, y se comunicaría si ellos correspondiesen y no le ofrecieran obstáculos; en todos quiere tener sus delicias, y a todos les haría capaces de gustarlas, si ellos mismos no se lo impidiesen resistiéndole y haciéndosele sordos.
Todos, en efecto, son llamados a gozar de sus consuelos, subiendo a su monte santo para regocijarse en la casa mística de su oración; todos pueden, si quieren de veras, ir a criarse a sus pechos para ser allí regalados y acariciados; todos son amorosamente invitados a entrar en la casa de la disciplina a saciar su sed de verdad y de justicia, y a ser allí enseñados por el mismo Dios; pues a cuantos son fieles a la gracia, se lo enseña todo la unción del Espíritu Santo.
Así para todos los fieles, pide el Apóstol el Espíritu de sabiduría y de revelación, a fin de que, iluminados los ojos del corazón, puedan conocer bien a Dios y sepan apreciar las riquezas de su gloriosa vida y herencia en los santos. Y en poseer ese amoroso Espíritu y quedar de Él poseídos, consiste la vida mística, o sea la verdadera contemplación sobrenatural; a la cual llegan cuantos tienen tal sed de justicia, que no descansan hasta lograr beber en ese misterioso Río de agua viva que eternamente fluye del trono de Dios y del Cordero. Si no se posee ese don preciosísimo sobre todos los dones, es porque no se pide con el fervor y perseverancia con que san Pablo lo pedía; y si no se pide así, es tan sólo porque no se conoce debidamente ni se sabe apreciar. Si conocieras el don de Dios…, a buen seguro que se lo pedirías, y Él te dará el agua viva… que salta hasta la vida eterna.
A todos se nos dice: Gustad y ved cuán suave es el Señor.
Fuente: R. P. Fray Juan González Arintero, O.P., Cuestiones místicas
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