Publicado por: Servus Cordis Iesu
Oh Dios de las virtudes, de quien procede todo cuanto hay de mejor: infunde en nuestros pechos el amor de tu nombre, y aumenta en nosotros la religión; para que nutras lo que es bueno y, por medio de la piedad, custodies lo nutrido.
Lección de la Epístola del Ap. S. Pablo a los Romanos (VI, 3-11)
Hermanos: Todos los que hemos sido bautizados en Jesucristo, lo hemos sido en su muerte. Porque en el bautismo hemos quedado sepultados con Él, muriendo al pecado: a fin de que así como Cristo resucitó de entre los muertos para gloria del Padre, así también nosotros vivamos nueva vida. Porque si fuéremos injertados en Él, imitando su muerte, lo seremos también en su resurrección. Sabiendo bien que nuestro viejo hombre ha sido crucificado juntamente con Él, para que sea destruido el cuerpo de pecado, y no sirvamos más al pecado. Y si estamos muertos con Cristo, creemos que viviremos también juntamente con Cristo; sabiendo que Cristo resucitado de entre los muertos ya no muere, la muerte ya no le dominará. Porque habiendo muerto para el pecado, murió una sola vez: mas habiendo vuelto a la vida, vive para Dios. Así también vosotros, pensad que estáis realmente muertos al pecado, y vivos para Dios, en Jesucristo Señor nuestro.
Hoy se dirigen a los Romanos, las instrucciones inspiradas del gran Apóstol. La Iglesia observará, en la lectura de estas admirables Epístolas, el mismo orden de su inscripción en el canon de las Escrituras: la Epístola a los Romanos, las dos a los Corintios, las dirigidas a los Gálatas, a los Efesios, Filipenses, Colosenses, pasarán sucesivamente ante nuestra vista. ¡Sublime correspondencia, en: la que el alma de Pablo, entregándose por completo, da a la vez el precepto y el ejemplo del amor! “Os ruego -dice sin cesar- que seáis imitadores míos, como yo lo soy de Jesucristo”.
La santidad, los padecimientos, y luego la gloria de Jesús, su vida prolongada en sus miembros tal es para San Pablo la vida cristiana; simple y sublime noción que resume, a su parecer, el comienzo, el progreso y la consumación de la obra del Espíritu de amor en toda alma santificada. Más adelante le veremos desarrollar ampliamente esta verdad práctica, de la cual se contenta ahora con poner las bases en la Epístola que hoy nos hace leer la Iglesia. ¿Qué es el Bautismo, en efecto, ese primer paso en el camino que conduce al cielo, sino una incorporación del neófito al Hombre-Dios, muerto una vez al pecado para vivir eternamente en Dios su Padre? La Iglesia no hace, hoy más que recordarnos ese gran principio de los comienzos de la vida cristiana y establecerle como punto de partida para las instrucciones que se han de seguir. Si el primer acto de la santificación del fiel, sumergido con Jesucristo en su bautismo, tiene por objeto rehacerle completamente, crearle de nuevo en este Hombre-Dios, injertar su nueva vida sobre la vida misma de Jesús para producir en ella sus frutos, no nos admiraremos de que el Apóstol no trace al cristiano otro procedimiento de contemplación, otra regla de conducta que el estudio y la imitación del Salvador. La perfección del hombre y su recompensa están sólo en Él: así pues, según el conocimiento que habéis recibido de él, caminad en Él, porque todos los que habéis sido bautizados en Cristo, estáis revestidos de Cristo. El Doctor de las naciones lo declara: no conoce, ni podría predicar otra cosa. En su escuela, apropiándonos los sentimientos que tenía Jesucristo llegaremos a ser otros Cristos, o mejor, un solo Cristo con el Hombre-Dios, por la unión de los pensamientos y la conformidad de las virtudes, bajo el impulso del mismo Espíritu Santificador.
Continuación del santo Evangelio según S. Marcos (VIII, 1-9)
En aquel tiempo, como hubiera con Jesús una gran muchedumbre, y no tuvieran qué comer, convocando a los discípulos, les dijo: Tengo compasión de la multitud: porque he aquí que ya me han seguido tres días, y no tienen qué comer: y, si los despido en ayunas para sus casas, desfallecerán en el camino: porque algunos de ellos han venido de lejos. Y respondiéronle sus discípulos: ¿Quién podrá saciarlos de pan aquí, en la soledad? Y les preguntó: ¿Cuántos panes tenéis? Ellos dijeron: Siete. Y mandó a la multitud que se sentara sobre la tierra. Y, tomando los siete panes, dando gracias, los partió, y se los dio a sus discípulos, para que los sirvieran. Y los sirvieron a la multitud. Y tenían también unos pocos pececillos: y también los bendijo, y los mandó servir. Y comieron, y se saciaron, y recogieron de los fragmentos que sobraron, siete cestos. Y eran, los que habían comido, casi cuatro mil: y los despidió.
“El Señor nos llama, decía el pueblo antiguo al salir de Egipto tras de Moisés; iremos a tres jornadas de camino al desierto para sacrificar allí al Señor, nuestro Dios”. Los discípulos de Jesucristo, en nuestro Evangelio, le han seguido igualmente al desierto; después de tres días han sido alimentados con un pan milagroso que presagiaba la víctima del gran Sacrificio figurado por el de Israel. Pronto el presagio y la figura van a ceder lugar, sobre el altar que está ante nosotros, a la más sublime de las realidades. Abandonemos la tierra de servidumbre en que nos retienen nuestros vicios; todos los días nos llama misericordiosamente el Señor; pongamos para siempre nuestras almas lejos de las frivolidades mundanas, en el retiro de un recogimiento profundo.
Fuente: Dom Prospero Guéranger, El Año Litúrgico
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