Don de Piedad

Publicado por: Servus Cordis Iesu

El don de piedad rige todas nuestras relaciones con las Personas divinas, con los ángeles y los santos. Imprime un acento fraternal a toda nuestra conducta con los demás miembros del cuerpo místico; de ahí su influencia constante en una vida cotidiana que es esencialmente una amistad con Dios, una amistad con nuestros hermanos en Cristo. Es el alma de toda vida de oración. El Espíritu de piedad es un instinto filial que brota del alma cristiana, como brota la ternura del corazón del hijo. Aparece Dios como un Padre infinitamente amado, que, con cada gracia espiritual o con cada beneficio material, da prueba de amor. San Pablo ha definido el movimiento fundamental del don de piedad al revelarnos cómo los seres humanos, conducidos por el Espíritu de Dios, son libres como hijos en la casa de Dios bondadosísimo, que es la casa de ellos, cuyo ímpetu de amor siempre se expresa con la misma palabra, que lo dice todo: “¡Abba! ¡Padre!” (Rm 8, 15). Comprendamos bien que a esto se reduce toda la religión de Cristo, el culto nuevo del Evangelio: “en espíritu y en verdad” (Jn 4, 24). Hasta los menores sentimientos del alma cristiana frente a Dios se penetran de esta ternura filial, tan natural en hijos verdaderos, ternura que se hace, a su tiempo, plegaria, acción de gracias, alabanza adoradora y, si es preciso, expiación. El don de piedad conserva al alma en una actitud religiosa siempre respetuosa de los derechos de Dios y de su grandeza infinita, pero espontánea como los gestos afectuosos del hijo. En la intimidad de la vida familiar deséchase todo rígido protocolo. Así, el Hijo de Dios se siente como en su casa en la familia de la Trinidad.

El don de piedad inspira a los santos esa exquisita y conmovedora familiaridad con Cristo, la Virgen y todos los ángeles del Paraíso, que a todos les hace considerarse como miembros de una misma familia, llamados a una misma vida de dicha en una ciudad eterna donde “Dios será todo en todos” ( I Co 15, 28).

“El don de piedad es derramado en nuestras almas por el Espíritu Santo para combatir el egoísmo, que es una de las malas pasiones del hombre caído, y el segundo obstáculo a su unión con Dios. El corazón del cristiano no debe ser ni frío ni indiferente; es preciso que sea tierno y dócil; de otro modo no podría elevarse en el camino al que Dios, que es amor, se ha dignado llamarle.

El Espíritu Santo produce, pues, en el hombre el don de Piedad, inspirándole un retorno filial hacia su Creador. Habéis recibido el Espíritu de adopción, nos dice el Apóstol, y por este Espíritu llamamos a Dios: ¡Padre! Esta disposición hace al alma sensible a todo lo que atañe al honor de Dios. Hace que el hombre nutra en sí mismo la compunción de sus pecados, a la vista de la infinita bondad que se ha dignado soportarle y perdonarle, con el pensamiento de los sufrimientos y de la muerte del Redentor. El alma iniciada en el don de Piedad desea constantemente la gloria de Dios; querría llevar a todos los hombres a sus pies, y los ultrajes que recibe le son particularmente sensibles. Goza viendo los progresos de las almas en el amor y los sacrificios que este amor les inspira para el que es el soberano bien. Llena de una sumisión filial para con este Padre universal que está en los cielos, está presta a cumplir todas sus voluntades. Se resigna de corazón a todas las disposiciones de la Providencia.

Su fe es sencilla y viva. Se mantiene amorosamente sometida a la Iglesia, siempre pronta a renunciar a sus ideas más queridas, si se apartan de su enseñanza o de su práctica, teniendo horror instintivo a la novedad y a la independencia. Esta ofrenda a Dios que inspira el don de Piedad al unir el alma a su Creador por el afecto filial, le une con un afecto fraterno a todas las criaturas, porque son la obra del poder de Dios y porque le pertenecen.

En primer lugar, en los afectos del cristiano animado del don de Piedad se colocan las criaturas glorificadas, en los que Dios se regocija eternamente, y que ellas se regocijan de él para siempre. Ama con ternura a María, y está celoso de su honor; venera con amor a los santos; admira con efusión a los mártires, y los actos heroicos de virtud cumplidos por los amigos de Dios; ama sus milagros, honra religiosamente las reliquias sagradas” (Dom Prospero Guéranger, El Año Litúrgico).

Fuente: Cf. Marie Michel Philipon, Los Sacramentos en la vida cristiana