Jamás existió Dolor más grande

Servus Cordis Iesu

La profundidad de los dolores de María es un abismo cuyo fondo nadie es capaz de alcanzar. El dolor es una consecuencia del amor, y está siempre en proporción con él. Un corazón sufre tanto dolor por la muerte o la pérdida de un objeto cuanto mayor es el amor que se le tiene. Por ello, el dolor es el índice para conocer la magnitud del amor; y el amor es la única causa de la profundidad del dolor, que está siempre en proporción con la causa. Por tanto, para conocer la intensidad del dolor de María, sería menester saber cuán grande era su amor a Jesús. Pero, ¿quién está en grado de medir el ardor de su amor maternal para con su Hijo y su Dios? 

Sólo una madre puede conocer cómo es el amor de una madre. Podría dirigirme a vosotras, madres, e interpelaros a decirme, si podéis, cuán grande es el amor que tenéis a vuestros hijos. Por mi parte, me basta saber que cuando Dios quiere darnos a entender la grandeza de su amor hacia nosotros, toma como punto de referencia a la madre, porque sabe bien que no es posible encontrar sobre la tierra un amor más fuerte que el de las madres. Con esto podéis haceros una idea del amor de María. Ella era verdadera Madre de Jesús: su único Hijo, inocente, amable por encima de todo cuanto nos podemos imaginar. Las cualidades afectivas de esta madre, la más tierna, la más amante, y las de este hijo contribuyeron en su conjunto a acrecentar la intensidad, el ardor del amor de María. 

El amor de las otras madres, en la mayoría de las veces, es compartido entre muchos hijos. Pero Jesús era un hijo único. El amor de las otras madres, con frecuencia sufre, un enfriamiento a causa de los defectos de las mismas madres, o de las condiciones peores de los hijos. Pero nada de esto sucedía en el amor de María. Su corazón poseía todas las buenas cualidades: las más excelentes, las más perfectas. Y su Hijo era digno de todo amor, inocente, perfecto en todo. Lejos de disminuir, este amor crecía a cada instante: cada mirada que María dirigía a su hijo, o de éste a su madre, era un nuevo motivo de amor: un nuevo incentivo que hacía crecer el amor. Dice el Evangelio que Jesús crecía en gracia delante de Dios y de los hombres. Pero ¿delante de qué hombres crecía Jesús? ¿Ante los judíos? No ciertamente. Pues sabemos que los judíos le odiaron no poco. Crecía, por tanto, a los ojos de su Madre. 

Una fuente aún más grande del amor de María para con Jesús era el hecho de que Jesús no era únicamente su hijo, sino también su Dios. Y esta fuente es tan grande, tan fuerte, tan abundante, que todo el resto no era nada en su comparación. El corazón de María amaba tan vivamente, tan ardientemente a Dios, que si todo el amor de las criaturas, de las madres, de los santos, e incluso de los ángeles, se concentrara en un solo corazón, no llegaría éste, a mi modo de ver, a la grandeza del amor de María para con su Dios. Ahora bien, Jesús era a la vez su Hijo y su Dios. Pensad, por tanto; imaginaos, si podéis, la grandeza del amor del corazón de María para con Jesús. Este amor estará siempre por encima de todo cuanto nosotros nos podemos figurar. 

Pero, ¡ay!, que la medida del amor señalaba la viveza y la profundidad del dolor que sufría este corazón tan amable. Cuanto más tiernamente amaba, tanto más profundas eran las heridas del dolor. No es posible encontrar un dolor comparable al dolor de María, porque no es posible encontrar ni un hijo más amable ni más amado que el hijo de María. Como escribe san Bernardo: Jamás existió dolor más grande, porque nunca ha habido un hijo más amado.

Fuente: De la Meditación sobre los Dolores de María del beato Domingo de la Madre de Dios, sacerdote