La Purificación de la Santísima Virgen María

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Los más antiguos Martirologios y Calendarios del Occidente señalan esta fiesta con el título que hoy tiene; lejos de oscurecerse la gloria del Hijo por los honores que la Iglesia concede a la Madre, más bien recibe un nuevo acrecentamiento, pues Él es el principio único de todas las grandezas que veneramos en ella.

Oh Emmanuel, recibe el tributo de nuestra adoración y de nuestro agradecimiento, el día de tu entrada en el Templo de tu Majestad, llevado en los brazos de María, tu Madre. Si acudes al Templo, es con el fin de ofrecerte por nosotros; si te dignas pagar el precio del primogénito, es como anticipo de nuestro rescate; si ofreces un sacrificio legal, es para abolir a continuación los sacrificios imperfectos. Apareces hoy en la ciudad que va a ser un día el final de tu carrera y el lugar de tu inmolación. 

¡Oh consuelo de Israel, a quien miran complacidos los Ángeles! hoy entras en el Templo, y los corazones que te esperaban se abren y dirigen hacia ti.

¡Oh, quién nos diera un poco del amor que sintió el anciano al tomarte en sus brazos, y apretarte contra su corazón! No deseaba más que verte, oh divino Niño, para morir feliz. Poco después de haberte contemplado un momento, expiraba dulcemente. ¿Cómo será, pues, la dicha de poseerte eternamente, cuando unos instantes tan breves bastaron para compensar la espera de una larga vida?

¡Oh Salvador de nuestras almas! si tan plenamente feliz se siente el anciano por haberte visto sólo una vez ¿qué sentimientos deberán ser los nuestros, después de haber sido testigos de la consumación de tu sacrificio?

¿Con qué te pagaremos, oh divino Niño? Desde esta primera ofrenda llevas ya contigo todo el caudal de amor que ha de consumar la segunda. ¿Qué podremos hacer, sino ofrecernos ya a ti desde este día y para siempre? Con mayor plenitud que te diste a Simeón, te das a nosotros en tu Sacramento. ¡Libértanos también a nosotros, oh Emmanuel! rompe nuestras cadenas; danos la Paz de que eres portador; inaugura para nosotros una nueva vida, como lo hiciste para el anciano. Durante esta cuarentena, y para imitar tus ejemplos y unirnos a ti, hemos tratado de crear en nosotros la humildad y la sencillez infantil que nos recomendaste; ayúdanos ahora en el desarrollo de la vida espiritual, para que como tú, crezcamos en edad y en sabiduría, delante de Dios y de los hombres.

¡Oh María la más pura de las Vírgenes y la más dichosa de las madres! Hija de reyes ¡cuán graciosos son tu pasos y bellos tus andares cuando subes las gradas del Templo, con tu preciosa carga! ¡Cuán gozoso llevas tu maternal corazón, y cuán humilde, cuando vas a ofrecer al Eterno a su Hijo que es también tuyo! Y ¡cómo te alegras, a la vista de esas madres israelitas que llevan también ante el Señor a sus hijos, pensando que esa nueva generación ha de ver con sus ojos al Salvador que tú llevas! ¡Qué bendición para aquellos recién nacidos el poder ser ofrecidos al mismo tiempo que Jesús! ¡Qué felicidad la de esas madres, al ser purificadas en tu santa compañía! Y si se estremece el Templo al ver entrar en su recinto al Dios a cuya honra está edificado, su gozo no es menor al sentir dentro de sus muros a la más perfecta de las criaturas, a la única hija de Eva que no conoció el pecado, a la Virgen fecunda, a la Madre de Dios.

Pero, mientras guardas fielmente, oh María, los secretos del Eterno, confundida entre la multitud de hijas de Judá, se dirige hacia ti el santo anciano, y tu corazón se da cuenta de que el Espíritu Santo se lo ha revelado todo.

¡Con cuánta emoción depositas un momento entre sus brazos al Dios que sostiene a la naturaleza entera, y que se digna ser el consuelo de Israel! ¡Con qué bondad acoges a la piadosa Ana! Las palabras de los dos ancianos que ensalzan la fidelidad del Señor a sus promesas, la grandeza del que ha nacido de ti, la Luz que va a difundir este Sol divino sobre todas las naciones, hacen que tu corazón se estremezca. La dicha de oír glorificar al Dios, a quien tu llamas Hijo, porque lo es realmente, te emociona de gozo y agradecimiento; pero ¿y las palabras, oh María, que pronunció el anciano al devolverte a tu Hijo? ¡Qué súbito y terrible frío viene a helar repentinamente tu corazón! El filo de la espada lo ha atravesado de parte a parte. Ya no podrás contemplar sino a través de las lágrimas, a ese Hijo que ahora miras con tan dulce alegría. Porque será objeto de contradicción, y las heridas que Él reciba traspasarán tu alma. Oh María, un día cesará de correr la sangre de las víctimas, que ahora inunda al Templo; pero, será al ser reemplazada por la sangre de ese Niño que tienes entre tus brazos. Pecadores somos ¡oh Madre antes tan feliz, y ahora tan angustiada! Nuestros pecados son los que así han mudado tu alegría en tristeza. Perdónanos ¡oh Madre! permite que te acompañemos mientras bajas las gradas del Templo. Estamos ciertos de que no nos maldices; sabemos que nos amas, porque tu Hijo también nos ama. Ámanos, pues, siempre, oh María, intercede por nosotros junto al Emmanuel. Haz que conservemos los frutos de esta sagrada cuarentena. Haz que no abandonemos nunca al Niño que será pronto un hombre; que seamos dóciles a la voz de este Doctor de nuestras almas, adheridos como verdaderos discípulos a este amante Maestro, fieles como tú en seguirle por todas partes, hasta el pie de esa cruz que ya ves en lontananza.

Fuente: Dom Prospero Guéranger, El Año Litúrgico