Publicado por: Servus Cordis Iesu
En el curso del año litúrgico, no sólo se celebran los misterios de Cristo, sino también las fiestas de los santos que están en los cielos. En las cuales, aunque se trate de una categoría inferior y subordinada, la Iglesia, sin embargo, pretende siempre proponer a los fieles ejemplos de santidad que les muevan a revestirse de las virtudes del mismo divino Redentor.
Porque, así como los santos fueron imitadores de Jesucristo, así nosotros hemos de imitarles a ellos, ya que en sus virtudes resplandece la virtud misma de Jesucristo. En unos resplandeció el celo apostólico, y en otros la fortaleza de nuestros héroes llegó hasta el derramamiento de su sangre; en unos brilló la constante vigilancia en la espera del Redentor, y en otros la virginal pureza del alma o la modesta suavidad de la humildad cristiana; en todos, en fin, era ferviente la ardentísima caridad para con Dios y para con el prójimo.
La sagrada liturgia pone ante nuestros ojos todos estos esplendores de santidad para que los contemplemos provechosamente y, “pues festejamos sus méritos, emulemos sus ejemplos”. Conviene, pues, conservar “la inocencia en la sencillez, la concordia en la caridad, la modestia en la humildad, la diligencia en el gobierno, la vigilancia en la ayuda de los que trabajan, la misericordia en socorrer a los pobres, la constancia en defender la verdad, el rigor en la severidad de la disciplina, a fin de que no falte en nosotros ningún ejemplo de buenas obras. Estas son las huellas que nos dejaron los santos al regresar a la patria, para que, siguiendo su camino, consigamos también su felicidad”.
Mas, para que hasta nuestros sentidos se muevan saludablemente, quiere la Iglesia que en nuestros templos se expongan las imágenes de los santos, siempre, sin embargo, movida por la misma razón, de que “imitemos las virtudes de aquellos cuyas imágenes veneramos”.
Mas hay todavía otra razón para que el pueblo cristiano rinda culto a los santos del cielo, a saber, para que implorando su auxilio “seamos ayudados por la protección de aquellos con cuyas alabanzas nos regocijamos”. De esto fácilmente se deduce por qué ofrece la sagrada liturgia tantas fórmulas de oraciones para impetrar el patrocinio de los santos.
Mas, entre los santos del cielo, se venera de un modo preeminente a la Virgen María Madre de Dios, pues su vida, por la misión recibida del Señor, se une íntimamente con los misterios de Jesucristo; y nadie en verdad siguió más de cerca y más eficazmente las huellas del Verbo encarnado, nadie goza de mayor gracia y poder cabe el Corazón Sacratísimo del Hijo de Dios, y, por su medio, cabe el Padre celestial.
Ella es más santa que los querubines y serafines, y goza de una gloria mucho mayor que los demás moradores del cielo, como quiera que es la “llena de gracia” y Madre de Dios, la que con su parto feliz nos ha dado al Redentor. Siendo ella “Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra”, clamemos a ella cuantos “gemimos y lloramos en este valle de lágrimas” y pongamos confiadamente nuestras personas y nuestras cosas todas bajo su patrocinio. Ella fue constituida nuestra Madre cuando el divino Redentor hizo el sacrificio de sí mismo, y, así pues, también por este título somos sus hijos. Ella nos enseña todas las virtudes, nos entrega su Hijo, y juntamente con Él nos ofrece los auxilios que necesitamos, puesto que Dios “quiso que todo lo tuviésemos por María”.
Movidos, pues, por la acción santificadora de la Iglesia y confortados con los auxilios y ejemplos de los santos, y en especial de la Inmaculada Virgen María, a través de este camino litúrgico, que cada año se nos abre de nuevo, “lleguémonos con sincero corazón, con plena fe, purificados los corazones de la mala conciencia, lavados en el cuerpo con el agua limpia del bautismo”, al “Gran Sacerdote”, para que con Él vivamos y sintamos, hasta poder penetrar por su medio “del velo adentro” y allí honrar por toda la eternidad al Padre celestial.
Tal es la esencia y la razón de ser de la sagrada liturgia; ella se refiere al sacrificio, a los sacramentos y a las alabanzas de Dios, e igualmente a la unión de nuestras almas con Cristo y a su santificación por medio del divino Redentor, para que sea honrado Cristo, y en Él y por Él toda la Santísima Trinidad: Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo.
Fuente: S.S. Pío XII, Encíclica Mediator Dei
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