San Francisco de Sales, Obispo y Doctor de la Iglesia

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Acércase ahora a la cuna del dulce Hijo de María, el angelical obispo Francisco de Sales, digno de ocupar allí un puesto distinguido, por la delicadeza de sus virtudes, la amable sencillez de su corazón y la humildad y ternura de su amor. Llégase rodeado de brillante escolta; setenta y dos mil herejes devueltos a la Iglesia gracias a su celo; una Orden de siervas del Señor, planeada por su amor, y realizada por su genio divino; millares de almas llevadas a la vida de piedad por su doctrina tan segura como misericordiosa que le ha valido el título de Doctor.

Concedióselo Dios a su Iglesia para consolarla de las blasfemias de los herejes que iban predicando por doquier la esterilidad de la Iglesia romana en materia de caridad; frente a los rígidos secuaces de Calvino puso a este ministro verdaderamente evangélico; el ardor de la caridad de Francisco de Sales logró fundir el hielo de aquellos obstinados corazones. Si tenéis herejes para convencer, decía el sabio cardenal du Perron, enviádmelos; si se trata de convertirlos, mandádselos a Monseñor de Ginebra.

Nació San Francisco en Saboya el 21 de agosto de 1567; estudió en París y luego en Padua. Ordenado de sacerdote el 18 de octubre de 1593 y nombrado Preboste de la Iglesia de Ginebra, trabajó con grandes fatigas y éxito en la conversión de los protestantes del Chablais. De ellos ganó para la fe católica a unos 72.000. Consagrado obispo de Ginebra el 8 de diciembre de 1602, fundó ocho años más tarde, la Orden de la Visitación de Nuestra Señora, escribió libros de celestial doctrina, derramó por todas partes los rayos de su santidad por su celo, su dulzura, su misericordia para con los pobres y todas las demás virtudes. Murió en Lyon en 1622. Canonizóle Alejandro VII el 19 de Abril de 1665 y Pío IX le declaró Doctor de la Iglesia el 19 de julio de 1877. Su cuerpo descansa en la Visitación de Annecy.

¡Oh pacífico conquistador de las almas, Pontífice amado de Dios y de los hombres, en ti celebramos la dulzura del Emmanuel! De Él aprendiste a ser manso y humilde de corazón, y por eso, poseíste la tierra, conforme a su promesa (Mt, V, 4). Nada te resistió; los más obstinados sectarios, los pecadores más endurecidos, las almas más tibias, todo cedió a tu palabra y a tus ejemplos. ¡Cómo nos complacemos contemplándote junto a la cuna del Niño que viene a amarnos, uniendo tu gloria a la de Juan y a la de los Inocentes! Apóstol como aquel y sencillo como los hijos de Raquel, haz que nuestro corazón esté siempre al lado de tan feliz compañía; y que conozca por fin, cuán suave es el yugo del Emmanuel y ligera su carga.

Enciende nuestras almas en el fuego de tu amor; alienta en ellas el deseo de la perfección. Doctor de los caminos del espíritu, introdúcenos en esa santa Vía cuyas leyes trazaste; aviva en nuestros corazones el amor del prójimo, sin el cual sería inútil que pretendiéramos alcanzar, el amor de Dios; inícianos en tu celo por la salvación de las almas; enséñanos la paciencia y el perdón de las injurias, para que nos amemos todos, como dice San Juan, no sólo de boca y de palabra, sino de obra y de verdad (I Jn, III, 18). Bendice a la Iglesia de la tierra; tu memoria está tan fresca en ella como si acabaras de dejarla por la del cielo, porque no eres ya únicamente el Obispo de Ginebra, sino el objeto del amor y de la confianza del mundo entero.

Apresura la conversión general de los secuaces de la herejía calvinista. Tus oraciones han iniciado ya la obra del retorno, de manera que en la protestante Ginebra se ofrece ahora públicamente el sacrificio del Cordero. Realiza lo antes posible el triunfo de la Iglesia Madre. Extirpa los últimos vestigios de la herejía janseniana que quedan entre nosotros, de esa herejía que se disponía a sembrar su cizaña cuando el Señor te sacaba de este mundo. Limpia nuestras provincias de las máximas y costumbres peligrosas heredadas de los tiempos en que triunfaba esta perversa secta.

Bendice con toda la ternura de tu paternal corazón a la sagrada Orden que fundaste, y que consagraste a María, bajo el título de su Visitación. Consérvala de manera que sirva de edificación para la Iglesia; auméntala y dirígela para que se mantenga tu espíritu en esa familia de la que eres padre. Pide a Dios, para su Iglesia Pastores formados en tu escuela, abrasados de tu celo, imitadores de tu santidad. 

Fuente: Dom Prospero Guéranger, El Año Litúrgico