San Pedro Nolasco, Confesor

Publicado por: Servus Cordis Iesu

San Pedro Nolasco nació junto a Carcasona, Francia, y se distinguió sobre todo por su caridad para con el prójimo. Huyendo de los herejes Albigenses llegó a España, y fue a orar ante Nuestra Señora de Monserrat; vendió sus bienes y con el dinero obtenido, libertó a algunos cautivos. Apareciósele la Santísima Virgen, y le animó a que fundase una Orden para la redención de cautivos, lo que llevó a cabo de acuerdo con san Raimundo y el rey Jaime I de Aragón. Murió el día de Navidad del año 1256.

Natural de la provincia de Languedoc, en Francia, eligió Pedro a España por segunda patria, porque brindaba a su celo campo de abnegación y sacrificio. Como el Mediador bajado del cielo, dedicóse al rescate de sus hermanos; renunció a su libertad para procurar la de ellos, quedándose a veces en rehenes bajo las cadenas de la esclavitud para poder devolverles a su patria. Su abnegación fue fecunda; gracias a sus esfuerzos se estableció una nueva Orden religiosa en la Iglesia, compuesta enteramente de hombres generosos que durante seis siglos, sólo rogaron, trabajaron y vivieron para procurar el beneficio de la libertad a innumerables cautivos, que morían lentamente en las cadenas, con riesgo de sus almas.

¡Bendita sea María que suscitó tales Redentores humanos! ¡Gloria a la Iglesia católica que los produjo! Pero sobre todo gloria al Emmanuel, que al entrar en este mundo dijo: “Padre, los holocaustos por los pecados de los hombres no te aplacaron; deja ya de castigarlos; heme aquí. Me has dado un cuerpo; yo voy y me inmolo” (Salmo XXXIX, 8). El sacrificio del divino Niño no podía quedar estéril. Él se dignó considerarnos como hermanos, y ofrecerse en lugar nuestro; ¿habrá en lo sucesivo algún corazón que pueda permanecer insensible a las desgracias y peligros de sus hermanos?

El Emmanuel recompensó a Pedro Nolasco, llamándole a sí, el mismo día en que, doce siglos antes nacía Él en Belén. De las alegrías de la noche de Navidad fue este Redentor humano a unirse con su Redentor inmortal.

En sus últimos instantes, los trémulos labios de Pedro murmuraban su postrer cántico en la tierra, y al llegar a las palabras: El Señor envió la Redención a su pueblo, selló con él su alianza eterna, su alma bienaventurada voló libre al cielo.

Viniste, oh Emmanuel, a traer fuego del cielo a la tierra, y sólo deseas verla inflamada. Semejante deseo tuvo su realidad en el corazón de Pedro Nolasco y de sus hijos. De esa manera te dignas asociar a los hombres a tus designios misericordiosos de amor, y al restaurar la armonía entre Dios y nosotros, haces más estrechos los lazos primitivos que nos unían a nuestros hermanos. Es imposible que te amemos, oh divino Niño, sin amar también a todos los hombres; y si es verdad que te llegas a nosotros como víctima y rescate, también quieres que estemos dispuestos a sacrificarnos los unos por los otros.

De este amor fuiste tú, oh Pedro, apóstol y modelo; por eso quiso el Señor honrarte llamándote a la corte de su Hijo, el día del aniversario de su Nacimiento. Entonces se te reveló en todo su esplendor el dulce misterio que tantas veces sostuvo tu valor y animó tus sacrificios; tus ojos no contemplan ya solamente al tierno Niño que sonríe en su cuna, sino que se quedan extrañados ante los divinos fulgores del Rey vencedor, del hijo de Dios. María no aparece ante tu vista pobre y humilde como ante nosotros, inclinada con reverencia ante el pesebre donde yace su amor; para ti brilla ya en su trono de Reina, y resplandece con destellos que sólo ceden ante los de la majestad divina. Tu corazón no ha extrañado esta gloria, porque estando en el cielo estás en tu patria. El cielo es templo y palacio del amor, y el amor llenaba ya tu corazón desde aquí abajo; era el móvil de todas sus operaciones.

Ruega para que conozcamos mejor ese amor verdadero de Dios y de los hombres que nos hace semejantes a Dios. Escrito está que el que permanece en la caridad, permanece en Dios y Dios en él (I Jn IV, 16); haz, pues, que el misterio de caridad que celebramos nos transforme en Aquel que debe ser objeto de todas nuestras aspiraciones, en este tiempo de gracias y maravillas.

Alcánzanos a todos nosotros, esa santa libertad de hijos de Dios de que habla el Apóstol, y que consiste en la obediencia a su ley. Si esa libertad llega a dominar en los corazones, hará también libres a los cuerpos. En vano busca el hombre exterior la libertad, si el interior se halla esclavizado. Oh Redentor de tus hermanos, haz que dejen de atenazar a nuestras sociedades las cadenas del error y del pecado; de esa manera conseguirás devolverles la verdadera libertad, causa y norma de todas las demás libertades.

Fuente: Dom Prospero Guéranger, El Año Litúrgico