Publicado por: Servus Cordis Iesu
El don de fortaleza es el Espíritu de Dios invadiendo todas las potencias del ser humano y conduciéndole, como recreándose, en medio de las dificultades más temibles, a la realización de todo lo que quiere Dios. El cristiano, revestido de “esta fortaleza de lo Alto” (Lc 24, 49) que hace a los apóstoles, avanza hacia la santidad más alta con una valentía que triunfa de todas las resistencias. Sus límites de creatura, su flaqueza personal no cuentan ya: “Dios es su roca, su apoyo inmutable”. En las circunstancias infinitamente variadas de una vida humana, el espíritu de fortaleza afírmase bajo dos aspectos esenciales: el ataque y la resistencia. Hace al alma magnánima y perseverante. Su acto supremo despliégase, principalmente, en presencia de la muerte, y podría expresarse con la célebre fórmula: “Mantenerse hasta el fin”.
En la vida corriente, el fuerte tiene la audacia de las grandes empresas. Si el Espíritu de Dios se enseñorea de él, lo hace para realizar cosas grandes. El magnánimo, animado por el Espíritu de Dios, no calcula con base en los obstáculos de toda clase que podrían surgir y oponerse a sus vastos designios. Conoce sus posibilidades de acción y cuenta absolutamente con la Omnipotencia divina, sin temeridad, pero también sin timidez. El don de fortaleza se manifiesta con brillo en el espíritu de conquista que animaba a los Apóstoles cuando el Espíritu de Dios sobrevino a ellos en Pentecostés, con la rapidez impetuosa e irresistible del huracán. El mismo espíritu de fortaleza suscita el entusiasmo de los santos en el servicio de la Iglesia y de la gloria de Dios. Ellos tienen “hambre y sed de justicia” (Mt 5,6), quisieran extender el reino de Dios hasta las extremidades de la tierra, dar toda su sangre por Cristo. Ni las contradicciones de este mundo, ni la lucha implacable de las potencias invisibles del mal, ni la penuria de los medios a su disposición, ni la tibieza de los buenos, ni la traición o el abandono de los amigos, ni el sentido agudo de su propia fragilidad y de lo sobrehumano de la tarea a la que Dios los conduce, ni la oposición de los hombres, ni las emboscadas de los puros espíritus, ninguna creatura en el cielo, en la tierra y hasta en los infiernos, ningún obstáculo interior o exterior, nada, nada puede detener -ni siquiera retardar- su ímpetu hacia Dios. Su confianza en la fortaleza soberana del Omnipotente permanece inquebrantable. Ellos están seguros de Él. Todo lo demás los deja indiferentes. Prosiguen la obra de Dios con una fortaleza dominadora de los hombres y de los acontecimientos, en una seguridad absoluta. Esto excede las fuerzas humanas: aquí está Dios.
El don de fortaleza reviste en los santos, según su vocación particular, dos caracteres completamente diferentes: el heroísmo de grandeza o el heroísmo de pequeñez, manifestándose este último no por acciones brillantes que asombren al mundo sino por una impecable fidelidad hasta en el detalle más minúsculo, sin espíritu de minucia, por amor. Las tremendas mortificaciones de un cura de Ars y la santidad risueña de una Teresa de Lisieux se refieren, respectivamente, a aquellos dos tipos diferentes, pero complementarios, del don de fortaleza. Para no ser nunca trivial en las pequeñas cosas, requiérese un alma grande. En cada uno de sus actos, aun los más familiares, la humilde Virgen de Nazaret, convertida en Madre de Dios, tenía conciencia de ser la portadora de la salvación de todos los pueblos y de realizar, en la humildad de su existencia oscura, su misión universal de Corredentora del mundo. El mismo espíritu de fortaleza acompañaba al templo a la Virgen, radiante de las primeras alegrías de la Natividad, y la mantenía de pie bajo la cruz, Reina de los mártires.
Con el don de fortaleza, el cristiano avanza, pues, hacia la vida eterna sin dejarse detener por las resistencias humanas o las dificultades de la vida. Con él triunfa de todos los peligros, supera todos los acontecimientos, como revestido de la fortaleza misma de Dios. Parece que participa de la inmutabilidad divina, dominadora de todas las potencias del universo. Nada es obstáculo para las almas llevadas por el Espíritu de Dios. El espíritu de fortaleza es el que hace a los mártires y a los santos.
Fuente: Marie Michel Philipon, Los Sacramentos en la vida cristiana