El Martirio de María Santísima

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Jesús y María han llegado a la cumbre de esta colina que debe servir de altar al más augusto de los sacrificios; mas el decreto divino no permite a la madre acercarse a su hijo. Cuando la víctima esté preparada se acercará aquella que la deba ofrecer. Esperando este solemne momento ¡qué tormentos para Nuestra Señora a cada martillazo que daban en el madero sobre los miembros delicados de su Jesús! Y cuando, por fin, le es permitido acercarse con Juan el discípulo amado, con Magdalena y las otras compañeras; ¡qué angustias mortales experimenta el corazón de esta madre, que, elevando sus ojos, contempla con lágrimas el cuerpo destrozado de su hijo, violentamente extendido sobre el patíbulo con el rostro bañado en sangre, y cubierto de esputos, con la cabeza coronada con una diadema de espinas!

¡He aquí, pues, al rey de Israel, cuyas grandezas le había anunciado el ángel, el hijo de su virginidad, al que ella ha amado como a su Dios, y al mismo tiempo como fruto bendito de su vientre! Más que para ella, le ha concebido, le ha criado, le ha alimentado para los hombres; ¡y son esos mismos hombres los que le han puesto en tal estado! Si todavía, por uno de esos prodigios que están en poder de su Padre, pudiera ser devuelto al amor de su madre; ¡si esta justicia con la cual Él se ha dignado cumplir todas nuestras obligaciones, se contentase con lo que ya ha sufrido! Mas no; es necesario que muera, que exhale su alma en, medio de la más cruel agonía.

María se halla al pie de la cruz para recibir el adiós de su Hijo; se va a separar de ella y en breves momentos no poseerá de este hijo tan querido más que un cuerpo inanimado y cubierto de heridas. Mas cedamos la palabra a San Bernardo: “Oh madre, exclama, al considerar la violencia del dolor que traspasó tu alma, te proclamamos más que mártir; pues la compasión que has tenido con tu hijo ha sobrepasado todos los padecimientos que puede soportar el cuerpo. ¿No ha sido más penetrante que una espada para tu alma esta frase: Mujer, he ahí a tu hijo? ¡Cambio cruel! ¡En lugar de Jesús recibe a Juan; en lugar del Señor, al servidor; en lugar del Maestro, al discípulo; en lugar del Hijo de Dios, al hijo del Zebedeo; un hombre, en fin, en lugar de un Dios! ¿Cómo no habría de ser traspasada tu tierna alma, si aún nuestros mismos corazones de hierro y de bronce, se sienten desgarrados al solo recuerdo de lo que padeció el tuyo? No os asuste, pues, hermanos míos, el oír decir que María ha sido mártir en su alma. No tiene motivos para escandalizarse, sino aquel que haya olvidado que San Pablo cuenta, como uno de los mayores crímenes de los gentiles, el que no tuvieran afectos. El corazón de María estuvo exento de este defecto; ¡que se halle lejos también del corazón de aquellos que la honran!»

En medio de los clamores y de los insultos que ascienden hasta su hijo elevado en la cruz, María siente que se dirigen a ella estas palabras que la muestran que no tendrá en la tierra más que un hijo de adopción. Las alegrías maternales de Belén y de Nazaret, alegrías tan puras y tan frecuentemente turbadas por la inquietud, se repliegan en su corazón y se cambian en amarguras. ¡Fue la madre de un Dios y su hijo le es arrebatado por los hombres! Eleva una vez más sus ojos hacia su amadísimo Hijo, le ve como una víctima, agobiado por una ardiente sed, que ella no puede apagar. Contempla su mirada que se extingue; su cabeza que se inclina hacia el pecho; todo está consumado.

María no se separa del árbol del dolor, a cuya sombra la ha retenido hasta el presente su amor maternal, y con todo ¡qué emociones tan crueles la aguardan todavía! ¡Un soldado traspasa de una lanzada ante sus ojos el pecho de su Hijo muerto! “¡Ah!, sigue diciendo San Bernardo, es tu corazón oh madre, el que ha sido traspasado por el hierro de la lanza, más bien que el de tu Hijo, que ya ha exhalado el último suspiro. Su alma no está ya allí; pero está la tuya que no puede separarse”. La imperturbable madre persiste en la guarda de los restos sagrados de su Hijo. Sus ojos le contemplan al bajarle de la cruz; y cuando ya, por fin, los amigos de Jesús, con todo el respeto que deben al hijo y a la madre, se le devuelven, tal como le ha dejado la muerte, le recibe en sus rodillas que fueron en otros tiempos el trono en que recibió los presentes de los príncipes de Oriente. ¿Quién será capaz de contar los suspiros y sollozos de esta madre, al estrechar contra su corazón los despojos inanimados del más querido de los hijos? 

Fuente: Dom Prospero Guéranger, El Año Litúrgico