La Conversión de San Pablo

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Hemos visto ya a los Gentiles, representados a los pies del Emmanuel por los Reyes Magos, ofreciendo sus místicos presentes y recibiendo en cambio los dones de la fe, esperanza y caridad. La cosecha de las naciones está ya madura; ya es hora de la siega. Mas ¿quién ha de ser el obrero de Dios? Los Apóstoles de Cristo no han abandonado aún la Judea. Todos tienen la misión de anunciar la salvación hasta las extremidades de la tierra; pero nadie ha recibido todavía un título especial para ser Apóstol de los Gentiles. Pedro, el Apóstol de la Circuncisión, está destinado en particular, como Cristo, a las ovejas extraviadas de la casa de Israel (San Mateo, XV, 24)

Pero, como es Jefe y fundamento, a él le corresponde abrir la puerta de la Iglesia a los Gentiles. Y lo hace con toda solemnidad, administrando el Bautismo al centurión romano Cornelio.

Con todo eso, la Iglesia se prepara; la sangre del Mártir Esteban y su última plegaria, van a lograr un nuevo Apóstol, el Apóstol de las naciones. Saulo, ciudadano de Tarso, no ha visto a Cristo en su vida mortal, y sólo Cristo puede hacer un Apóstol. Desde los altos de los cielos donde reina impasible y glorificado, llamará Jesús a Saulo para que le siga, como llamaba durante los años de su predicación a los pescadores del lago de Genesaret para que siguieran sus pasos y escuchasen su doctrina. El Hijo de Dios arrebatará a Saulo hasta el tercer cielo y le revelará todos sus misterios; de suerte que cuando Saulo vaya a ver a Pedro, como él dice y a contrastar su Evangelio con el suyo, podrá decir: “No soy menos Apóstol que los demás Apóstoles”.

Comienza la gran obra el día de la conversión de Saulo. Hoy resuena la voz que quebranta los cedros del Líbano (Salmo XXVIII, 5), cuya maravillosa potencia hace primeramente de un judío perseguidor un cristiano, en espera de poder hacer un Apóstol. El patriarca Jacob había predicho ya esta transformación, cuando en su lecho de muerte revelaba a cada uno de sus hijos su futuro con el de la tribu que debía salir de ellos. Judá fue el más honrado; de su raza real debía nacer el Redentor, el ansiado de las naciones. También Benjamín fue anunciado, en frases más humildes, pero con todo, elogiosas: él será el abuelo de Pablo, y Pablo, el Apóstol de las naciones.

El anciano había dicho: “Benjamín, lobo rapaz: por la mañana cogerá la presa; por la tarde distribuirá el alimento” (Gen, XLIX, 27). Él es como dice San Agustín: quien con la fogosidad de su adolescencia se lanza como un lobo amenazador y carnívoro sobre el rebaño de Cristo. Saulo en el camino de Damasco, es el portador y ejecutor de las órdenes de los pontífices del Templo, empapado en la sangre de Esteban a quien ha lapidado por mano de aquellos a quienes guardaba sus vestidos. Y que por la tarde no arrebata la presa del justo, sino que con mano caritativa y tranquila distribuye a los hambrientos el alimento nutritivo; es el mismo Pablo, Apóstol de Jesucristo, abrasado de amor por sus hermanos, haciéndose todo a todos, hasta el punto de desear ser anatema por ellos.

Tal es la fuerza misteriosa del Emmanuel, siempre en aumento y a la que nada resiste. Cuando quiere que su primer homenaje sea la visita de los pastores, invítalos por medio de sus Ángeles, cuyas dulces armonías bastan para conducir a estos corazones sencillos hasta el pesebre, donde en pobres pañales descansa la esperanza de Israel. Cuando desea el homenaje de los príncipes de la Gentilidad, hace aparecer en el cielo una estrella simbólica; su aparición, al mismo tiempo que la inspiración interior del Espíritu Santo, determina a esos hombres a ponerse en camino desde el extremo Oriente, para depositar a los pies de un niño sus presentes y sus corazones. Cuando llega el momento de formar el Colegio Apostólico, se adelanta por la orilla del mar de Tiberíades, y basta aquella sola palabra: Seguidme, para atraerse a los hombres que ha escogido. Una sola mirada suya basta para cambiar el corazón del Discípulo infiel, en medio de las humillaciones de su Pasión. Hoy, desde lo alto del cielo, después de haber cumplido todos los misterios, queriendo demostrar que sólo Él es el Señor de los Apóstoles, y que está consumada su alianza con los Gentiles, se aparece a este Fariseo que cree ir tras la ruina de la Iglesia; destruye aquel corazón de Judío y crea con su gracia un nuevo corazón de Apóstol, aquel vaso de elección, aquel Pablo que dirá en lo sucesivo : Vivo yo, mas ya no yo; es Cristo quien vive en mí (Gal, II, 20).

Era justo que la conmemoración de este importante suceso fuese colocada cerca del día en que celebra la Iglesia el triunfo del primer Mártir. Pablo es la conquista de Esteban. Aunque el aniversario de su martirio se encuentra en otro período del año (29 de junio) no podía por menos de aparecer junto a la cuna del Emmanuel como el más brillante trofeo del Protomártir; también los Magos reclamaban la presencia del conquistador de la Gentilidad, de la cual fueron ellos las primicias.

Fuente: Dom Prospero Guéranger, El Año Litúrgico