San Timoteo, Obispo y Mártir

Publicado por: Servus Cordis Iesu

La víspera del día en que vamos a dar gracias por la Conversión del Apóstol de los Gentiles, nos trae la fiesta de su discípulo más querido. Timoteo, compañero de Pablo, el amigo a quien el gran Apóstol escribió su última carta, poco antes de derramar su sangre por Jesucristo, viene ahora a esperar a su Jefe junto a la cuna del Emmanuel. Allí encuentra ya a Juan el Discípulo Amado; con él participó de los cuidados de la Iglesia de Éfeso. Saluda también allí a Esteban y a los demás Mártires que le precedieron. Finalmente, es portador ante la Virgen María de los homenajes de la cristiandad de Éfeso, que ella santificó con su presencia. Comparte esta ciudad con Jerusalén la gloria de haber poseído a la que fue no sólo testigo como los Apóstoles, sino instrumento de la salvación de los hombres, en su calidad de Madre de Dios.

Leamos ahora, en el Oficio de la Iglesia, el breve relato de sus hechos:

Timoteo, natural de Listris, en Licaonia, de padre gentil y madre judía, practicaba ya la religión cristiana, cuando llegó el Apóstol Pablo a aquella región. Llamóle a este la atención la fama de la santidad de Timoteo, y le tomó por compañero de sus viajes. Al llegar ambos a Éfeso, ordenóle el Apóstol de Obispo, para que gobernara esta Iglesia. Escribióle Pablo dos Epístolas, la una desde Laodicea y la otra desde Roma, con el fin de darle normas para el ejercicio de su cargo pastoral. No podía sufrir Timoteo que se ofreciese a los ídolos de los demonios los sacrificios que sólo a Dios son debidos. Cierto día en que los habitantes de Éfeso inmolaban víctimas a Diana en una de sus fiestas, trató de apartarles de semejante impiedad, pero fue apedreado por ellos. Retiráronle los cristianos medio muerto, llevándole a un monte próximo a la ciudad, donde durmió en el Señor, el nueve de las calendas de febrero.

Honramos en ti, oh santo Pontífice, a uno de los primeros eslabones de la cadena que nos une a Cristo; apareces a nuestra vista iluminado por las enseñanzas de tu maestro. Inundado ahora de luz eterna, contemplas sin celajes al Sol de justicia. Sénos propicio a nosotros que no podemos verle más que a través de los velos de su humildad; haz que al menos le amemos y merezcamos verle un día en su gloria. Para aligerar la carga de tu cuerpo, sometiste tus sentidos a una rigurosa penitencia, que Pablo trataba de mitigar: ayúdanos a someter la carne al espíritu. La Iglesia lee continuamente los consejos que te dio el Apóstol a ti, y en ti, a todos los pastores, con respecto a la elección y conducta de los miembros del clero; danos Obispos, Sacerdotes y Diáconos adornados de todas las cualidades que él exige en los administradores de los Misterios de Dios. Finalmente, tú que subiste al cielo con la aureola del martirio, tiéndenos una mano de ayuda a nosotros, obscuros luchadores, para que podamos elevarnos hasta aquella morada en que el Emmanuel recibe y corona a sus elegidos para toda la eternidad.

Fuente: Dom Prospero Guéranger, El Año Litúrgico