La responsabilidad del hombre en la felicidad del hogar

Publicado por: Servus Cordis Iesu

La familia humana es el último sublime portento de la mano de Dios entre las cosas naturales del Universo, la última maravilla colocada por Él como corona del mundo visible, en el último y séptimo día de la creación; cuando en el Paraíso de delicias, por Él plantado y preparado, plasmó y colocó al hombre y a la mujer, poniéndoles allí para que lo cultivaran y custodiaran, y dándoles el dominio sobre los pájaros del aire, los peces del mar y los animales de la tierra. ¿No es ésta la grandeza real, de la cual, aun después de su caída junto a la mujer, el hombre conserva las señales, y que le levanta sobre el mundo, que él contempla en el firmamento y en las estrellas; sobre el mundo, por cuyos océanos audazmente navega; sobre el mundo, que pisa con sus pies, doma con su trabajo y con su sudor, para arrancarle el pan que le restaure y sostenga la vida?

La responsabilidad del hombre ante la mujer y los hijos, nace, en primer lugar de los deberes para con su vida, en los cuales está ordinariamente envuelta su profesión, su arte o su oficio. Él debe procurar, con su trabajo profesional, a los suyos una casa y el alimento cotidiano, los medios necesarios para un sustento seguro y para un conveniente vestir. Su familia tiene que sentirse feliz y tranquila bajo la protección que le ofrece y da, con pensamiento previsor, la fecunda actividad de la mano del hombre.

El hombre casado está atado con vínculos no sólo para con la familia, sino también para con la sociedad. Son vínculos para él la fidelidad en el ejercicio de la profesión, del arte o del oficio; la confianza, sobre la que sus superiores puedan incondicionalmente apoyarse; la corrección e integridad en la conducta y en la acción que le procuren la confianza de los que le tratan: vínculos que ciertamente son eminentes virtudes sociales. Y tales hermosas virtudes, ¿no constituyen el antemuro de la defensa de la felicidad doméstica, de la pacífica existencia de la familia, cuya seguridad, según la ley de Dios, es el primer deber de un padre cristiano?

Si el elevarse digna y honestamente el hombre, por su profesión o por su trabajo, en la sociedad, honra y consuela a la mujer y a los hijos, ya que honor de los hijos son sus padres, el hombre no debe tampoco olvidar cuánto ayuda a la felicidad de la convivencia doméstica el que guarde y demuestre siempre, tanto en su interior como en su modo exterior y en sus palabras, respeto y estima a su mujer, madre de sus hijos. La mujer no es solamente el sol, sino también el santuario de la familia, el refugio de las lágrimas de los pequeños, la guía de los pasos de los mayorcitos, el consuelo en los afanes, la tranquilidad en las dudas, la confianza en su porvenir. De vuestro aspecto, de vuestra actitud, de vuestras miradas, de vuestros labios, de vuestra voz, de vuestro saludo, distingan, sientan y vean los hijos y los criados la consideración, ¡oh jefes de familia!, que tenéis a vuestra esposa. La conducta toda del hombre para con la mujer no debe nunca estar sin aquel carácter de natural, noble y digna atención y cordialidad que dice bien en los hombres de temperamento íntegro y de ánimo temeroso de Dios; en hombres que, con su entendimiento, saben ponderar el valor inestimable que los modales virtuosos y amables entre los cónyuges tienen para la educación de la prole. Es poderoso el ejemplo de los padres para con los hijos; él es para ellos un vigoroso y vivo estímulo para mirar a la madre y al mismo padre con respeto, veneración y amor.

Pero la cooperación del hombre para la felicidad del hogar doméstico no puede detenerse ni restringirse al respeto y consideración para la compañera de su vida: debe ir más allá hasta ver, apreciar y reconocer el trabajo y los esfuerzos de la que, con silencio y asiduidad, se dedica a hacer más confortable, más grata y más alegre la habitación común. El amor verdadero y profundo en el uno y en el otro deberá ser y mostrarse más fuerte que el cansancio y el fastidio, más fuerte que los sucesos y las adversidades cotidianas, más fuerte que los cambios del tiempo y de las estaciones, más fuerte que las alteraciones de los humores personales y las desgracias imprevistas. Conviene dominarse a sí mismo no menos que a los acontecimientos exteriores, sin ceder y sin abandonarse a ellos. Conviene saber hallar en la fuente del amor reciproco la sonrisa, la gratitud, la estima de los afectos y de las cortesías, el dar alegría a quien os da pena, para hacer de vuestro hogar, aunque sea modesto, un pequeño paraíso de felicidad y de alegría. No os conforméis con considerar bien tan grande y amarle sólo en el fondo de vuestro pensamiento y vuestro corazón, no: hacedlo notar y oír abiertamente también a aquella que no ha ahorrado ningún trabajo para procurároslo y cuya mejor y más dulce recompensa será aquella sonrisa amable, aquella mirada atenta y complaciente, aquella palabra graciosa que le harán comprender toda vuestra gratitud.

La bendición apostólica pretendemos que descienda hoy de modo especial sobre los hombres, que no sólo en el gobierno de la familia y en su sustento llevan un peso a veces tan grave, sino que además tienen y conocen, para con la sociedad y el bien público, especialmente en esta hora de grandes pruebas, obligaciones y deberes que muchas veces les arrastran lejos del hogar doméstico entre molestias y sacrificios, y en el cumplimiento de aquel heroísmo se unen con aquel mutuo amor que la lejanía no mengua, sino que reanima y exalta en una más sublime palpitación de fe y de virtud.

Fuente: S.S. Pío XII, Discurso del 15 de abril de 1942


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