Santa Francisca, Viuda romana

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Santa Francisca nació en Roma en 1384. Por obedecer a sus padres se unió en matrimonio, en 1405, con Lorenzo Ponziani, mas siguió conservando en su estado el género de vida austera que se había propuesto. 

Por obedecer a su marido, en el acto abandonaba sus ejercicios de devoción, “Es –decía– dejar a Dios por Dios”. En toda Roma era bien conocida esta anécdota edificante. Rezaba una vez Francisca el Oficio parvo, que era su devoción favorita, cuando, al empezar una estrofa, oyó dos golpes en la puerta. Era un pobre. Ella corrió, puso unas monedas en las manos del mendigo, y volvió a entrar en su habitación. Apenas se había arrodillado para empezar de nuevo la estrofa, cuando oyó una voz: “¡Francisca, Francisca!” Era su marido, que la llamaba. Nuevamente interrumpió su rezo. Otras dos veces la llamaron aún, y otras dos veces dejó la estrofa sin concluir. Al volver por quinta vez a su cuarto, encontró aquellos versos escritos con letras de oro por un calígrafo celestial.

En 1433 fundó la casa de Oblatas de la congregación del Monte Olivete, bajo la regla de San Benito, donde, una vez muerto su marido, pidió su admisión. Deseó vivamente quedar la última, consagrarse al bien de los enfermos, practicando las mayores mortificaciones. Tenía gran devoción a la Pasión y a la Eucaristía. Tuvo el don de lágrimas, de hacer milagros y el de profecía. Finalmente murió en Roma en 1440 y el Papa Paulo V la inscribió en el catálogo de los santos en 1608. 

La Iglesia nos presenta hoy la admirable figura de la esposa cristiana, en la persona de una dama romana: Santa Francisca. Después de haber dado durante cuarenta años ejemplo de todas las virtudes en el estado matrimonial, fue a buscar en el retiro el reposo de su corazón probado por largas tribulaciones; pero no esperó a este momento para vivir en el Señor. Durante toda su vida, sus obras dignas de la más alta perfección fueron objeto de las complacencias del cielo, mientras que las óptimas cualidades de su corazón le aseguraban la ternura y admiración de su esposo y sus hijos, de los grandes de quienes era modelo y de los pobres a quienes servía con amor. Para recompensar esta vida tan angelical, Dios permitió que el ángel de la guarda se le mostrase casi constantemente visible y la regalase con altas revelaciones.

Pero lo que más debe llamar la atención de un modo particular en esta vida, que tanto recuerda a las dos grandes santas Isabel de Hungría y Juana Francisca de Chantal, es la renuncia propia de la sierva de Dios. La inocencia de su vida no la dispensó de estos santos rigores; y el Señor quiso por este ejemplo dado a los fieles, enseñarles a no murmurar de la obligación que tenemos de hacer penitencia; tal vez no sea en nosotros tan austera como lo fue en Santa Francisca; sin embargo, tiene que ser real si queremos acercarnos con confianza al Dios de justicia, que perdona fácilmente al alma arrepentida, pero que, no obstante eso, exige la satisfacción.

Francisca, modelo de todas las virtudes, tú fuiste la gloria de Roma cristiana y el ornato de tu sexo. Fiel a todos tus deberes, no tomaste sino del cielo el motivo de tus virtudes y semejaste a un ángel a los ojos de los hombres admirados de tu virtud. La energía de tu alma humilde y mortificada te colocó por encima de todas las circunstancias. Llena de ternura para aquellos que Dios unió a ti, de calma y de gozo interior en medio de las pruebas, de expansión y de amor hacia toda criatura, mostraste a las claras que Dios llenaba toda tu alma predestinada. Ya en este mundo, no contento el Señor en asegurarte la presencia y conversación de tu santo ángel, descorría con frecuencia en tu favor el velo que esconde a nuestra vista los secretos de la vida eterna. Incluso la naturaleza quebrantaba sus propias leyes en tu favor; te trataba como si ya estuvieses libre de las condiciones de la vida presente.

Te glorificamos por estos dones de Dios, ¡oh Francisca! pero apiádate de nosotros que tan lejos estamos todavía del camino derecho por el que tú caminaste. Ayúdanos a ser verdaderos cristianos; reprime en nosotros el amor al mundo y a las vanidades, haz que nos sometamos al yugo de la penitencia; recuérdanos la humildad, fortalécenos en las tentaciones. Tu influencia en el corazón de Dios te otorga el poder de hacer producir racimos en una cepa marchita por las escarchas del invierno; obtén para nosotros que Jesús, la verdadera viña, nos refresque pronto con el vino de su amor exprimido bajo la prensa de la Cruz. Ofrécele tus méritos en nuestro favor. Tú también has sufrido voluntariamente por los pecadores. Ruega por la Roma cristiana; haz que florezca y se afirme la fe, la santidad de las costumbres y la fidelidad a la Iglesia. Vela sobre la gran familia de los fieles; que tus oraciones obtengan su acrecentamiento y renueven en la Iglesia el fervor de sus primeros días.

Fuente: Cf. Dom Prospero Guéranger, El Año Litúrgico


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