Señora de la Compasión, Mujer de Dolores, Reina de los Mártires

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Se puede ponderar el dolor grande que sentiría la Virgen nuestra Señora cuando oyese los golpes de martillo al tiempo que enclavaban a su Hijo; porque un mismo golpe penetraba con el clavo la mano o el pie del Hijo, y traspasaba también con agudo dolor el corazón de la Madre.

¡Oh Virgen Soberana!, si a vuestro Hijo cuadra bien el nombre de Varón de dolores, a Vos también os cuadra otro semejante llamándoos Mujer de Dolores, pues con verdad podías decir a todos los que estaban en aquel monte y pasaban por aquel camino: Atended y mirad si hay dolor semejante al mío.

Se ha de considerar el dolor que la Virgen Santísima padeció en aquella primera vista de su Hijo: porque en encontrándose los ojos de Cristo y de su Madre, ambos quedarían eclipsados con suma tristeza: la Madre quedó espiritualmente crucificada con la vista de su Hijo, y el Hijo nuevamente afligido con la vista de su Madre; y callando ambos por la vehemencia del dolor, el corazón de cada uno se ocupaba en sentir los dolores que padecía el otro, doliéndose más por ellos que por los propios.

Ponte, pues ¡oh alma mía!, entre estos dos crucificados, y levanta los ojos al ver al Hijo crucificado con clavos de hierro, y luego bájalos a ver a la Madre crucificada con clavos de dolor y compasión, y suplícales que repartan contigo sus dolores, de modo que tú también estés crucificado con ellos por verdadera imitación.

¡Oh Virgen de las vírgenes, con cuánta razón podemos hoy llamaros Mártir de los mártires, pues como a todas las vírgenes excedisteis en la flor de la virginidad, así a todos los mártires excedéis en el fruto del martirio!

Gracias te doy, dulcísimo Jesús, por haber encargado a tu Madre que nos tome por hijos, haciéndonos con esto tus hermanos. ¡Oh Virgen benditísima, desde hoy más tengo de deciros confiadamente: Señora mía, veis aquí a vuestro hijo; acordaos que os mandó vuestro Hijo unigénito me tomases por hijo adoptivo; reconocedme por hijo y mirad por mi remedio! 

¡Oh Virgen Soberana, con cuánta verdad podéis decir lo que dijo el Apóstol: «Cumplo en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia»! Faltó a esta lanzada de Cristo el dolor, porque Él no la sintió, y Vos, Virgen purísima, suplisteis esta falta padeciendo y sintiendo el dolor que Él había de sentir, ofreciéndole al Eterno Padre por el cuerpo místico de vuestro Hijo, que es su Iglesia.

¡Oh, qué palabras tan tiernas y devotas diría!: Dios te salve, ¡oh Cruz preciosa!, en cuyos brazos murió el que yo traje siendo niño en los míos: mayor ventura fue la tuya en esto que la mía, pues en mis brazos comenzó la Redención del mundo y en los tuyos la acabó y perfeccionó…

Entrándose la Virgen en su posada, comenzó a llorar en soledad y desamparo. Tenía su alma dividida en muchas partes adonde estaba el Tesoro de su corazón. Una parte estaba en el sepulcro con el cuerpo de su Hijo, meditando los dolores de su Pasión. Otra parte tenía en el limbo con el Alma del mismo Hijo, contemplando lo que haría con los padres que allí estaban; pero mucho más por entonces se le iba el corazón a los dolores, revolviéndolos por su memoria y llorando las causas de ellos, suplicando al Padre Eterno aplicase su fruto a muchos para gloria del que los padeció.

Fuente: P. Luis de la Puente, Meditaciones de los misterios de nuestra santa fe


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