Sobre los problemas que atañen a la Iglesia y a la fe (II)

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Nuestros predecesores procurando el bien de los pueblos, nunca titubearon en emprender luchas de toda clase, sobrellevar grandes trabajos, y, puestos los ojos en el cielo, no inclinaron jamás la frente ante las amenazas de los impíos, ni consintieron en faltar con vil condescendencia bajamente a su misión movidos por adulaciones o promesas. Esta Sede Apostólica fue la que recogió y unió los restos de la antigua desmoronada sociedad. Ella fue la antorcha amiga, que hizo resplandecer la civilización de los tiempos cristianos; ella fue el áncora de salvación en las rudísimas tempestades que azotaron el humano linaje; ella, el vínculo sagrado de concordia, que unió unas con otras a las naciones lejanas entre sí y de tan diversas costumbres; ella, el centro común, finalmente, de donde partía así la doctrina de la Religión y de la fe como los auspicios y consejos en los negocios y la paz. ¡Grande gloria es para los Pontífices Máximos la de haberse puesto constantemente, como baluarte inquebrantable, para que la sociedad no volviera a caer en la antigua superstición y barbarie!

¡Ojalá que esta saludable autoridad nunca hubiera sido olvidada y rechazada! De seguro que ni el Principado civil hubiera perdido aquel esplendor augusto y sagrado que la Religión le había impreso, único que hace digna y noble la sumisión, ni hubieran estallado tantas sediciones y guerras, que enlutaron de estragos y calamidades la tierra, ni los reinos, en otro tiempo florecientes, hubieran caído al abismo desde lo alto de su grandeza arrastrados por el peso de toda clase de desventuras. De esto son ejemplo también los pueblos de Oriente; que rompiendo los suavísimos vínculos que les unían a esta Sede Apostólica, vieron eclipsarse el esplendor de su antiguo rango, y perdieron, a la vez, la gloria de las ciencias y de las artes y la dignidad de su imperio.

Nos dirigimos ahora a vosotros, con afecto muy especial, Venerables Hermanos, y encarecidamente os exhortamos, a que, con todo el fervor de vuestro celo sacerdotal y pastoral solicitud, procuréis inflamar en los fieles que os están confiados el amor a la Religión, que les mueva a unirse más fuertemente a esta Cátedra de verdad y de justicia, a recibir de ella con sincera docilidad de inteligencia y de voluntad todas las doctrinas, y a rechazar en absoluto aquellas opiniones, por generalizadas que estén, que conozcan ser contrarias a las enseñanzas de la Iglesia.

A este propósito los Romanos Pontífices, Nuestros Predecesores, y últimamente Pío IX, principalmente en el Concilio Ecuménico Vaticano, teniendo en vista las palabras de San Pablo: Estad sobre aviso, que ninguno os engañe con filosofías y vanos sofismas, según la tradición de los hombres, según los elementos del mundo, y no según Cristo (Colosenses, 2, 8), no dejaron de reprobar, cuando fue necesario, los errores corrientes, y señalarlos con la Apostólica censura. Y Nos, siguiendo las huellas de Nuestros Predecesores, desde esta Apostólica Cátedra de verdad, confirmamos y renovamos todas estas condenaciones rogando con instancia al mismo tiempo al Padre de las luces que, perfectamente conformes con todos los fieles en un solo espíritu y en un mismo sentir, piensen y hablen como Nos. 

Cuanto más se afanan los enemigos de la Religión por enseñar a los ignorantes, y especialmente a la juventud, doctrinas que ofuscan la inteligencia y corrompen las costumbres, tanto mayor debe ser el empeño para que no sólo el método de la enseñanza sea apropiado y sólido, sino principalmente para que la misma enseñanza sea completamente conforme a la fe católica, tanto en las letras como en la ciencia, muy principalmente en la filosofía de la cual depende en gran parte la buena dirección de las demás ciencias, y que no tienda a destruir la revelación divina, sino que se complazca en allanarle el camino y defenderla de los que la impugnan, como nos ha enseñado con su ejemplo y con sus escritos el gran Agustín, el Angélico Doctor y los demás maestros de la sabiduría cristiana.

Pero la buena educación de la juventud, para que sirva de amparo a la fe, a la Religión, y a la integridad de las costumbres, debe empezar desde los más tiernos años en el seno de la familia, la cual, miserablemente trastornada en nuestros días, no puede volver a su dignidad perdida, sino sometiéndose a las leyes con que fue instituida en la Iglesia por su divino Autor. El cual, habiendo elevado a la dignidad de Sacramento el matrimonio, símbolo de su unión con la Iglesia, no sólo santificó el contrato nupcial, sino que proporcionó también eficacísimos auxilios a los padres y a los hijos para conseguir fácilmente, con el cumplimiento de sus mutuos deberes, la felicidad temporal y eterna. Mas después que leyes impías, desconociendo el carácter sagrado del matrimonio, le han reducido a la condición de contrato meramente civil, siguióse desgraciadamente por consecuencia que, profanada la dignidad del matrimonio cristiano, los ciudadanos vivan en concubinato legal, como si fuera matrimonio; que desprecien los cónyuges las obligaciones de la fidelidad, a que mutuamente se obligaron; que los hijos nieguen a los padres la obediencia y el respeto; que se debiliten los vínculos de los afectos domésticos, y, lo que es de pésimo ejemplo y muy dañoso a la honestidad de las públicas costumbres, que muy frecuentemente un amor malsano termine en lamentable y funestas separaciones.

Conseguiríase también con esto otro de los más excelentes resultados, la reforma de cada uno individualmente porque, así como de un tronco corrompido brotan rama viciadas y frutos miserables, así la corrupción, que contamina las familias, viene a contagiar y a viciar desgraciadamente a cada uno de los ciudadanos. Por el contrario, ordenada la sociedad doméstica conforme a la norma de la vida cristiana, poco a poco se irá acostumbrando cada uno de sus miembros a amar la Religión y la piedad, a aborrecer las doctrinas falsas y perniciosas, a ser virtuosos, a respetar a los mayores, y a refrenar ese estéril sentimiento de egoísmo, que tanto enerva y degrada la humana naturaleza. A este propósito convendrá mucho regular y fomentar las asociaciones piadosas, que, con grandísima ventaja de los intereses católicos, han sido fundadas.

Fuente: S.S. León XIII, Encíclica Inescrutabili Dei Consili