Publicado por: Servus Cordis Iesu
Desde los primeros días de Nuestro Pontificado se nos presenta a la vista el triste espectáculo de los males que por todas partes afligen al género humano, esta tan generalmente difundida subversión de las supremas verdades, en las cuales, como en sus fundamentos, se sostiene el orden social; esta arrogancia de los ingenios, que rechaza toda potestad legítima; esta perpetua causa de discordias de donde nacen intestinos conflictos y guerras crueles y sangrientas; el desprecio de las leyes que rigen las costumbres y defienden la justicia; la insaciable codicia de bienes caducos y el olvido de los eternos, llevada hasta el loco furor con el que se ve a cada paso a tantos infelices que no temen quitarse la vida; la poca meditada administración, la prodigalidad, la malversación de los fondos públicos, así como la imprudencia de aquellos que, cuanto más se equivocan tanto más trabajan por aparecer defensores de la patria, de la libertad y de todo derecho; esa especie, en fin, de peste mortífera, que llega hasta lo íntimo de los miembros de la sociedad humana, y que no la deja descansar, anunciándola a su vez nuevos acontecimientos y calamitosos sucesos.
Nos empero, estamos persuadidos de que estos males tienen su causa principal en el desprecio y olvido de aquella santa y augustísima autoridad de la Iglesia, que preside al género humano en nombre de Dios, y que es la garantía y el apoyo de toda autoridad legítima.
Esto lo han comprendido perfectamente los enemigos del orden público, y por eso han pensado que nada era más propio para minar los fundamentos sociales, que el dirigir tenazmente sus agresiones contra la Iglesia de Dios; hacerla odiosa y aborrecible por medio de vergonzosas calumnias, representándola como enemiga de la verdadera civilización; debilitar su fuerza y su autoridad con heridas siempre nuevas, destruir el supremo poder del Pontífice Romano, que es en la tierra el guardián y defensor de las reglas inmutables de lo bueno y de lo justo. De ahí es, ciertamente de donde han salido esas leyes que quebrantan la divina constitución de la Iglesia católica, cuya promulgación tenemos que deplorar en la mayor parte de los países; de ahí, el desprecio del poder episcopal; las trabas puestas al ejercicio del ministerio eclesiástico, la dispersión de las Órdenes religiosas y la venta en subasta de los bienes que servían para mantener a los ministros de la Iglesia y a los pobres; de ahí también, el que las instituciones públicas, consagradas a la caridad y a la beneficencia, se hayan sustraído a la saludable dirección de la Iglesia; de ahí, en fin, esa libertad desenfrenada de enseñar y publicar todo lo malo, cuando por el contrario se viola y oprime de todas maneras el derecho de la Iglesia de instruir y educar la juventud.
Y si alguno de recta intención, compara esta misma época en que vivimos, tan hostil a la Religión y a la Iglesia de Jesucristo, con aquellos afortunadísimos tiempos en los que la Iglesia era respetada como madre, se quedará convencido de que esta época, llena de perturbación y ruinas, corre en derechura al precipicio; y que al contrario, los tiempos en que más han florecido las mejores instituciones, la tranquilidad y la riqueza y prosperidad públicas, han sido aquellos más sumisos al gobierno de la Iglesia, y en el que mejor se han observado sus leyes.
Antes bien, esa civilización que choca de frente con las santas doctrinas y las leyes de la Iglesia, no es sino una falsa civilización, y debe considerársela como un nombre vano y vacío. Y prueba de esto bien manifiesta son los pueblos que no han visto brillar la luz del Evangelio; y en los que se han podido notar a veces falsas apariencias de civilización; mas ninguno de sus sólidos y verdaderos bienes ha podido arraigarse ni florecer en ellos. En manera alguna, pues, puede considerarse como un progreso de la vida civil, aquel que desprecia osadamente todo poder legítimo; ni puede llamarse libertad, la que torpe y miserablemente cunde por la propaganda desenfrenada de los errores, por el libre goce de perversas concupiscencias, la impunidad de crímenes y maldades, y la opresión de los buenos ciudadanos, cualquiera que sea la clase a la que pertenecen. Siendo como son estos principios, falsos, erróneos y perniciosos, seguramente no tienen la virtud de perfeccionar la naturaleza humana y engrandecerla, porque el pecado hace a los hombres desgraciados; sino que es consecuencia absolutamente lógica, que, corrompidas las inteligencias y los corazones, por su propio peso precipiten a los pueblos en un piélago de desgracias, debiliten el buen orden de cosas, y de esa manera hagan venir tarde o temprano la pérdida de la tranquilidad pública y la ruina del Estado.
Fuente: S.S. León XIII, Encíclica Inescrutabili Dei Consili
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