Domingo IV después de Pentecostés

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Suplicámoste, Señor, hagas que el mundo siga, por orden tuya, un curso pacífico para nosotros; y que tu Iglesia se alegre con tranquila devoción. 

Lección de la Epístola del Apóstol S. Pablo a los Romanos (VIII, 18-23)

Hermanos: Creo que las penas de este tiempo no son comparables con la futura gloria que se revelará en nosotros. En efecto, el anhelo de las criaturas espera la revelación de los hijos de Dios. Porque las criaturas están sujetas a la vanidad, no de grado, sino por causa de aquel que las sometió con la esperanza: pues también las mismas criaturas serán redimidas de la esclavitud de la corrupción, y alcanzarán la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Porque sabemos que todas las criaturas gimen y están como de parto hasta ahora. Y no sólo ellas, sino también nosotros, que tenemos las primicias del espíritu, gemimos dentro de nosotros, esperando la adopción de los hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo: en Jesucristo, nuestro Señor.

No hay comparación entre los padecimientos temporales y la gloria eterna. De esta gloria, tan sólo queda en perspectiva la manifestación, pues su realidad ya está constituida desde ahora y no hace más que aumentar en nuestros corazones de día en día. El archivo de nuestra virtud es nuestra propia alma. Nuestras obras quedan inscritas en él en forma de merecimiento y a manera de título interno a la posesión de Dios. Cuando venga la hora de la recompensa, no nos vendrá nuestra gloria del exterior, sino de nuestra propia alma, como manifestación de lo que la gracia de Dios ha creado en ella silenciosamente, mediante nuestra fidelidad.

Continuación del santo Evangelio según S. Lucas (V, 1-11)

En aquel tiempo, las turbas irrumpieron sobre Jesús, para oír la palabra de Dios. Y Él estaba junto al lago de Genesaret. Y vio dos naves, que estaban cerca del lago: y los pescadores habían bajado, y lavaban las redes. Y, subiendo a una de las naves, que era de Simón, rogó a éste que la apartara un poco de tierra. Y, sentándose, enseñó desde la nave a las turbas. Y, cuando cesó de hablar, dijo a Simón: Entra más adentro, y lanzad vuestras redes para pescar. Y, respondiendo Simón, le dijo: Maestro, hemos estado trabajando toda la noche, y no hemos pescado nada; pero, en tu palabra, lanzaré la red. Y, habiendo hecho esto, pescaron una gran cantidad de peces: y se rompía su red. E hicieron señas a los compañeros, que estaban en la otra nave, para que vinieran y los ayudaran. Y vinieron, y llenaron las dos naves de tal modo, que casi se sumergían. Viendo lo cual Simón Pedro, se arrojó a las rodillas de Jesús, diciendo: Apártate de mí, Señor, porque soy un hombre pecador. Porque el temor se había apoderado de él, y de todos los que estaban con él, por causa de la pesca de los peces que habían capturado: y también de Santiago y de Juan hijos del Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Y dijo Jesús a Simón: No temas: desde hoy serás ya pescador de hombres Y, conducidas a tierra las naves, dejándolo todo, le siguieron a Él.

Los Evangelistas nos han conservado el recuerdo de dos pescas milagrosas hechas por los Apóstoles en presencia de su Maestro. En la primera, que se remonta a la vida mortal del Salvador, la red, lanzada al azar, se rompe por la multitud de peces cogidos, sin que el evangelista señale su número, ni otras cualidades; en la segunda, el Señor resucitado señala a sus discípulos la derecha de la barca ya sin romperse la red, ciento cincuenta y tres peces gruesos llegan a la orilla en que los aguarda Jesús. Ahora bien los Padres, todos de común acuerdo, explican estas dos pescas como figura de la Iglesia: la Iglesia en el tiempo primero, y más tarde en la eternidad. Ahora la Iglesia es multitud; reúne a todos, sin contar los buenos y malos; después de la Resurrección, sólo los buenos formarán la Iglesia, y su número será prefijado y señalado para siempre. “El reino de los cielos, dice el Salvador, es semejante a una red lanzada al mar, rebosante de peces de todas las clases; cuando está llena se la retira para elegir los buenos y tirar los malos”.

 “Los pescadores de hombres han echado sus redes, dice San Agustín: han cogido esta multitud de cristianos que contemplamos con admiración; han llenado las dos barcas, figuras de los dos pueblos: el Judío y el Gentil. ¿Pero qué hemos oído? La multitud recarga las barcas y las pone en peligro de naufragio; del mismo modo, vemos que la turbamulta confusa de bautizados recarga hoy a la Iglesia. Muchos cristianos viven mal, vacilan y hacen retardarse a los buenos. Pero aún se portan peor los que rompen las redes con sus cismas y herejías, peces impacientes que no quieren someterse al yugo de la unidad, que no quieren venir al festín de Cristo, y se complacen en sí mismos, pretextando que no pueden vivir con los malvados, rompen las mallas que los retienen en la estela apostólica, y perecen lejos de la ribera. ¡En cuántos lugares han roto de este modo la inmensa red de la salvación! Los Donatistas en África, los Arrianos en Egipto, en Frigia Montano, Manes en Persia, y más tarde ¡cuántos otros han sobresalido en esta obra de ruptura! No imitemos su demencia orgullosa. Si la gracia nos hace buenos, llevemos con paciencia la compañía de los malos en las aguas de este siglo. No nos arrastre su vista a vivir como ellos, ni a salir de la Iglesia; cercana está ya la ribera, donde sólo los de la derecha, sólo los buenos serán admitidos y de donde los malos serán arrojados al abismo”.

Fuente: Dom Prospero Guéranger, El Año Litúrgico


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