Publicado por: Servus Cordis Iesu
Al tiempo mismo en que el brazo victorioso del héroe cristiano, Simón de Monforte, el paladín de la fe, abatía a la herejía, Dios preparaba a su Hijo, indignamente ultrajado por los sectarios en el Sacramento de su amor, un triunfo más pacífico y una reparación más completa. En 1208, una humilde religiosa hospitalaria, Juliana de Mont-Cornillon, cerca de Lieja, tuvo una visión misteriosa en que se le apareció la luna llena, faltando en su disco un trozo. Después de dos años le fue revelado que la luna representaba la Iglesia de su tiempo, y que el pedazo que faltaba, indicaba la ausencia de una solemnidad en el Ciclo litúrgico. Dios quería dar a entender que una fiesta nueva debía celebrarse cada año para honrar solemne y distintamente la institución de la Eucaristía; porque la memoria histórica de la Cena del Señor en el Jueves Santo, no respondía a las necesidades nuevas de los pueblos inquietados por la herejía; y no bastaba tampoco a la Iglesia, ocupada por otra parte entonces por las importantes funciones de ese día, y absorbida pronto por las tristezas del Viernes Santo.
Al mismo tiempo que Juliana recibía esta comunicación, la fue mandado poner manos a la obra y hacer conocer al mundo la divina voluntad. Veinte años pasaron antes de que la humilde y tímida virgen se lanzase a tomar sobre sí tal iniciativa. Se abrió por fin a un canónigo de San Martín de Lieja, llamado Juan de Lausanna, a quien estimaba singularmente por su gran santidad, y le pidió tratase del objeto de su misión con los doctores. Todos acordaron reconocer que no sólo nada se oponía al establecimiento de la fiesta proyectada, sino que resultaría, por el contrario, un aumento de la gloria divina y un gran bien de las almas. Animada por esta decisión, la Bienaventurada hizo componer y aprobar para la futura fiesta un oficio propio, que comenzaba por estas palabras: Animarum cibus, del que quedan todavía algunos fragmentos,
La Iglesia de Lieja, a quien la Iglesia universal debía ya la fiesta de la Santísima Trinidad, estaba predestinada al nuevo honor de dar origen a la fiesta del Santísimo Sacramento. En 1246, después de tanto tiempo y de obstáculos innumerables, Roberto de Toróte, obispo de Lieja, estableció por decreto sinodal que, cada año, el Jueves después de la Trinidad, todas las iglesias de su diócesis deberían observar en lo sucesivo, con abstención de obras serviles y ayuno preparatorio, una fiesta solemne en honor del inefable Sacramento del Cuerpo del Señor.
La fiesta del Santísimo Sacramento fue, pues, celebrada por primera vez en esta insigne iglesia, en 1247. El sucesor de Roberto, Enrique de Gueldre, guerrero y gran señor, tuvo ocupaciones muy distintas que su predecesor. Hugo de Saint-Cher, cardenal de Santa Sabina, legado en Alemania, habiendo acudido a Lieja para poner remedio a los desórdenes que se producían en el nuevo gobierno, oyó hablar del decreto de Roberto y de la nueva solemnidad. Siendo prior en otro tiempo y provincial de los frailes Predicadores, fue uno de los que, consultados por Juan de Lausanna, habían alabado el proyecto. Consideró honroso para sí celebrar la fiesta y cantar la Misa con gran pompa. Además, por ordenanza con fecha del 29 de diciembre de 1253, dirigida a los Arzobispos, Obispos, Abades y fieles del territorio de su legación, confirmó el decreto del obispo de Lieja, y lo extendió a todas las tierras de su jurisdicción, concediendo indulgencia de cien días a todos los que, contritos y confesados, visitasen piadosamente las iglesias en que se hacía el oficio de la fiesta, el mismo día, o la Octava. El año siguiente, el cardenal de San Jorge del Velo de Oro, que le sucedió en su legación, confirmó y renovó las ordenanzas del cardenal de Santa Sabina. Pero estos decretos reiterados no pudieron triunfar de la frialdad general; y tales fueron las maniobras del enemigo, que se sentía herido hasta lo más hondo, que después de la salida de los legados, se vio a eclesiásticos de gran renombre y constituidos en dignidad oponer a las ordenanzas sus decisiones particulares. Cuando murió la Bienaventurada Juliana, en 1258, la iglesia de San Martín fue la única en celebrar la fiesta, ella que había tenido la misión de establecerla en el mundo entero. Pero dejaba, para continuar su obra, una piadosa reclusa, por nombre Eva, que fue la confidente de sus pensamientos.
El 29 de agosto de 1261, Santiago Pantaleón subía al trono pontificio con el nombre de Urbano IV. Había conocido a la Bienaventurada Juliana cuando era Arcediano de Lieja, y había aprobado sus planes. Eva creyó ver en esta exaltación una señal de la Providencia. A instancias de la reclusa, Enrique de Gueldre, escribió al nuevo Papa para felicitarle y pedirle confirmase con su aprobación suprema la fiesta instituida por Roberto de Toróte. Al mismo tiempo, diversos prodigios, y especialmente el del corporal de Bolsena, ensangrentado por una hostia milagrosa casi a los ojos de la corte pontificia, que residía entonces en Orvieto, vinieron como a urgir a Urbano de parte del cielo y a afianzar el buen celo que antes había manifestado por la honra del Santísimo Sacramento. Santo Tomás de Aquino fue encargado de componer según el rito romano el Oficio que debía reemplazar en la Iglesia al de la Bienaventurada Juliana, adaptado por ella al rito de la antigua liturgia francesa. La bula Transiturus dio en seguida a conocer al mundo las intenciones del Pontífice: Urbano IV, recordando las revelaciones de que había tenido conocimiento en otro tiempo, establecía en la Iglesia Universal, para la confusión de la herejía y la exaltación de la fe ortodoxa, una solemnidad especial en honor del augusto memorial dejado por Cristo a su Iglesia. El día señalado para esta fiesta era la Feria quinta o Jueves después de la Octava de Pentecostés.
Fuente: Dom Prospero Guéranger, El Año Litúrgico