Fiesta del Corpus Christi

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Oh Dios, que bajo este admirable Sacramento, nos dejaste el recuerdo de tu pasión: suplicámoste hagas que veneremos de tal modo los sagrados Misterios de tu Cuerpo y Sangre, que sintamos siempre en nosotros el fruto de tu redención. 

Del santo Evangelio según San Juan (VI, 56-59)

En aquel tiempo dijo Jesús a las turbas de los judíos: Mi carne es verdaderamente comida, y mi sangre es verdaderamente bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre: así, el que me coma a mí, también vivirá por mí. Este es el pan que descendió del cielo. No será como con vuestros padres, que comieron el maná y murieron. El que coma este pan, vivirá eternamente.

El discípulo amado no podía pasar en silencio el misterio del amor. Sin embargo de eso, cuando escribió su Evangelio, la institución de este sacramento estaba suficientemente relatada por los tres Evangelistas que le habían precedido, y por el Apóstol de los gentiles. Sin repetir esta historia divina, completa su relato con el de la solemne promesa que hizo el Señor, un año antes de la Cena, a orillas del lago de Tiberíades.

A las numerosas muchedumbres que atrae en pos de Sí por el reciente milagro de la multiplicación de los panes y peces, Jesús se presenta como el verdadero Pan de vida venido del cielo y que preserva de la muerte, a la indiferencia del maná que dio Moisés a sus padres. La vida es el primero de los bienes, así como la muerte es el último de los males. La vida reside en Dios como en su origen; solo Él puede comunicarla a quien quiere, y devolverla a quien la perdió.

El Verbo de Dios vino a los hombres para que tuvieran la vida y la tuvieran abundantemente. Y, como lo propio del alimento es aumentar, sostener la vida, Él se hizo alimento, alimento vivo y vivificador descendido de los cielos. La carne del Verbo, participando ella misma de la vida eterna que toma directamente del seno del Padre, comunica esta vida a quien la come. Lo que es corruptible por su naturaleza, dice San Cirilo de Alejandría, no puede ser vivificado de otro modo que por la unión corporal al cuerpo del que es vida por naturaleza; ahora bien, del mismo modo que dos trozos de cera fundidos juntos por el fuego no son más que uno solo, así hace de nosotros y de Cristo la participación de su Cuerpo y de su Sangre preciosos. Esta vida, pues, que reside en la carne del Verbo, hecha nuestra en nosotros mismos, no será ya vencida por la muerte como tampoco lo será en Él; sacudirá el día señalado las ligaduras del antiguo enemigo y triunfará de la corrupción en nuestros cuerpos inmortales.

Era, pues, necesario que no sólo el alma fuese renovada por el contacto con el Verbo, sino que este mismo cuerpo terrestre y vil, participase en su medida de la virtud vivificadora del Espíritu, según la expresión del Señor. Los que han bebido veneno por asechanzas de sus enemigos, dice admirablemente San Gregorio de Nisa, extinguen en ellos el virus por un remedio opuesto; mas como sucede con el brebaje mortal, es necesario que la bebida saludable sea introducida hasta sus entrañas, a fin de que extienda por todo el organismo su virtud curativa. Los que hemos gustado del fruto deletéreo, tenemos necesidad de un remedio saludable que nuevamente reúna y armonice los elementos disgregados y confundidos de nuestra naturaleza, y penetrando lo interior de nuestra sustancia, neutralice y haga salir el veneno por una fuerza contraria. ¿Cuál será ese contraveneno? Ningún otro que este Cuerpo que se mostró más poderoso que la muerte y asentó para nosotros el principio de la vida. Así como un poco de levadura, dice el Apóstol, asimila toda masa, así este Cuerpo, entrando en el nuestro, le transforma en el suyo. Mas nadie puede penetrar así en nuestra sustancia corporal, sino mediante la comida y bebida; y por este modo, conforme a su naturaleza, llega a nuestro cuerpo la virtud vivificadora.

Nosotros católicos, fieles adoradores del Santísimo Sacramento, con qué alegría, exclama el elocuente Padre Fáber, debemos contemplar esta resplandeciente e inmensa nube de gloria que la Iglesia hace hoy subir hacia Dios. ¡Sí, se diría que el mundo está aún en su estado de fervor e inocencia, primitivas! Mirad estas gloriosas procesiones. En esta aglomeración de pueblos, el color del rostro y la diversidad de lenguas no son sino nuevas pruebas de la unidad de esta fe que todos se regocijan de profesar por la voz del magnífico ritual Romano. ¡En cuántos altares de distinta arquitectura, adornados con las flores más suaves y resplandecientes, en medio de nubes de incienso, al son de cantos sagrados y en presencia de una multitud prosternada y recogida, el Santísimo Sacramento es elevado sucesivamente para recibir las adoraciones de los fieles, y descendido para bendecirlos! ¡Cuántos actos inefables de fe y de amor, de triunfo y reparación, cada una de estas cosas nos representan! Los jardines se despojan de las bellas flores, que manos piadosas arrojan al paso de Dios, oculto en el Santísimo Sacramento. Es tal el gozo universal, de suerte que la Iglesia militante entera salta de un gozo y de una emoción semejante al oleaje del mar agitado. Es una embriaguez semejante a la que transporta al alma a su entrada en el cielo; o bien se diría que la tierra se convierte en cielo, como podría suceder por efecto de la alegría de que la inunda el Santísimo Sacramento.

Fuente: Dom Prospero Guéranger, El Año Litúrgico


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