Publicado por: Servus Cordis Iesu
Con vigilante prudencia de Madre, la Iglesia ha tratado desde el principio de seguir los pasos y proteger a sus hijos en el maravilloso camino del progreso de las técnicas de difusión. Tal solicitud proviene directamente de la misión que le ha confiado el Divino Redentor, porque dichas técnicas -en la presente generación- tienen un poderoso influjo sobre el modo de pensar y de obrar de los individuos y de la comunidad.
Así que ninguno podrá maravillarse de que el celo por la salvación de las almas conquistadas “no con el oro y la plata, que son perecederos… sino con la preciosa sangre de Cristo, cordero inmaculado”, haya movido en diversas ocasiones a la Suprema Autoridad Eclesiástica a reclamar la atención sobre la gravedad de los problemas que el cine, la radio y la televisión presentan a la conciencia cristiana. Sin embargo, por desgracia, debemos repetir con San Pablo: “No todos obedecen al Evangelio”, porque también en este campo el Magisterio de la Iglesia ha encontrado a veces incomprensiones, y hasta ha sido violentamente combatido de parte de individuos, empujados por un desordenado apetito de lucro, o víctimas de ideas erróneas sobre la realidad de la naturaleza humana, sobre la libertad de expresión y sobre la concepción del arte.
No sólo grandes utilidades, mas desgraciadamente también tremendos peligros pueden nacer de los progresos técnicos que se han realizado y continúan realizándose en los vitalísimos sectores del cine, de la radio y de la televisión. Estos medios técnicos -que están, puede decirse, al alcance de cualquiera- ejercitan un extraordinario poder sobre el hombre, conduciendo así al reino de la luz, de lo noble, de lo bello, como a los dominios de las tinieblas y de la depravación, gracias a ultrapotentes y desenfrenados instintos, según que el espectáculo ponga en evidencia y estimule los elementos de uno o de otro campo.
Si el desarrollo de los medios técnicos de difusión no se somete “al yugo suave” de la ley de Cristo, corre el peligro de ser causa de infinitos males, tanto más graves, cuanto que no se trata de someter las fuerzas materiales, sino también las espirituales, privando a los descubrimientos del hombre de las elevadas utilidades que tenían como fin providencial.
Considerando la finalidad tan elevada y noble de los medios técnicos de difusión, Nos preguntamos frecuentemente: ¿cómo es que también sirven para el mal? “¿De dónde, pues, viene la cizaña?”.
Ciertamente el mal moral no puede provenir de Dios, perfección absoluta, ni de las mismas técnicas que son dones suyos preciosos, sino solamente del abuso que de ellas hace el hombre, dotado de libertad, el cual perpetrándolo y difundiéndolo a sabiendas, se pone de parte del príncipe de las tinieblas y se hace enemigo de Dios.
Los fieles, que conocen el inestimable don de la Redención, deben desplegar todo esfuerzo para que la Iglesia pueda valerse de los inventos técnicos y usarlos para la santificación de las almas.
No se puede aceptar la teoría de los que sostienen la llamada “libertad de expresión” no en el noble sentido, sino como libertad para difundir sin ningún control todo lo que a uno se le antoje, aunque sea inmoral y peligroso para la fe y las buenas costumbres.
La Iglesia, que protege y apoya la evolución de todos los verdaderos valores espirituales -así las ciencias como las artes la han tenido siempre como Patrona y Madre- no puede permitir que se atente contra los valores que ordenan al hombre respecto de Dios, su último fin. Por consiguiente, ninguno debe admirarse de que también en esta materia ella tome una actitud de vigilancia, conforme a la recomendación del Apóstol: “Examinadlo todo, pero no guardéis sino lo que es bueno; absteneos de toda apariencia de mal”.
Así que se ha de condenar a cuantos piensan y afirman que una determinada forma de difusión puede ser usada, avalorada y exaltada, aunque falte gravemente al orden moral con tal de que tenga renombre artístico y técnico. Es verdad que a las artes para ser tales no se les exige una explícita misión ética o religiosa. Pero si el lenguaje artístico se adaptase, con sus palabras y cadencias, a espíritus falsos, vacíos y turbios, es decir, no conformes al designio del Creador; si, antes que elevar la mente y el corazón hacia nobles sentimientos, excitase las pasiones más bajas; hallaría con frecuencia resonancia y acogimiento, aun sólo en virtud de la novedad, que no es siempre un valor, y de la parte exigua de realidad que contiene todo lenguaje. Sin embargo, un arte tal se degradaría a sí mismo, haciendo traición a su aspecto primordial y esencial, ni seria universal y perenne, como el humano espíritu, a quien se dirige.
El cine, la radio y la televisión deben servir a la verdad y al bien.
En particular quisiéramos esperar que las técnicas de difusión, ya en manos del Estado, ya confiadas a las iniciativas privadas, no se hagan reos de una enseñanza sin Dios. Por desgracia sabemos que en ciertas naciones, dominadas por el comunismo ateo, los medios audiovisuales son usados hasta en las escuelas para propaganda contra la religión. Esta forma de opresión de las conciencias juveniles, privada de la verdad divina, liberadora de los espíritus, es uno de los aspectos más innobles de la persecución religiosa.
Para que el espectáculo pueda cumplir su función, es necesario un esfuerzo educativo que prepare al espectador a comprender el lenguaje propio de cada una de estas técnicas, y a formarse una conciencia recta que permita juzgar con madurez los varios elementos ofrecidos por la pantalla y por el altavoz, para que no tenga que sufrir pasivamente su influjo, como sucede con frecuencia.
Fuente: S.S. Pío XII, Encíclica Miranda Prorsus
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