De la Encíclica sobre la Sagrada Liturgia

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Si, por una parte, vemos con dolor que en algunas regiones el sentido, el conocimiento y el estudio de la liturgia son a veces escasos o casi nulos, por otra observamos con gran preocupación que en otras hay algunos, demasiado ávidos de novedades, que se alejan del camino de la sana doctrina y de la prudencia; pues con la intención y el deseo de una renovación litúrgica mezclan frecuentemente principios que en la teoría o en la práctica comprometen esta causa santísima y la contaminan también muchas veces con errores que afectan a la fe católica y a la doctrina ascética.

La pureza de la fe y de la moral debe ser la norma característica de esta sagrada disciplina, que tiene que conformarse absolutamente con las sapientísimas enseñanzas de la Iglesia. Es, por tanto, deber nuestro alabar y aprobar todo lo que está bien hecho, y reprimir o reprobar todo lo que se desvía del verdadero y justo camino.

Hay en la actualidad, venerables hermanos, quienes, acercándose a errores ya condenados, dicen que en el Nuevo Testamento sólo se entiende con el nombre de sacerdocio aquel que atañe a todos los bautizados; y que el precepto que Jesucristo dio a los Apóstoles en su última cena, de hacer lo que Él mismo había hecho, se refiere directamente a todo el conjunto de los fieles; y que sólo más adelante se introdujo el sacerdocio jerárquico. Por lo cual creen que el pueblo tiene verdadero poder sacerdotal, y que los sacerdotes obran solamente en virtud de una delegación de la comunidad. Por eso juzgan que el sacrificio eucarístico es una estricta “concelebración”, y opinan que es más conveniente que los sacerdotes “concelebren” rodeados de los fieles que no que ofrezcan privadamente el sacrificio sin asistencia del pueblo. El sacerdote representa al pueblo sólo porque representa la persona de nuestro Señor Jesucristo, que es Cabeza de todos los miembros por los cuales se ofrece; y que, por consiguiente, se acerca al altar como ministro de Jesucristo, inferior a Cristo, pero superior al pueblo. El pueblo, por el contrario, puesto que de ninguna manera representa la persona del divino Redentor ni es mediador entre sí mismo y Dios, de ningún modo puede gozar del derecho sacerdotal.

El augusto sacrificio del altar termina con la comunión del divino banquete. Sin embargo, como todos saben, para la integridad del mismo sacrificio se requiere sólo que el sacerdote se nutra con el alimento celestial, y no que también el pueblo -cosa que, por lo demás, es muy deseable- se acerque a la sagrada comunión. Nos place reiterar a este propósito las advertencias que nuestro predecesor Benedicto XIV escribe acerca de las definiciones del concilio Tridentino: “En primer lugar hemos de decir que a ningún fiel se le puede ocurrir que las misas privadas, en las cuales sólo el sacerdote recibe la Eucaristía, pierdan por esto el valor del verdadero, perfecto e íntegro sacrificio instituido por Cristo Señor Nuestro, y que por lo mismo hayan de considerarse ilícitas. Pues los fieles no ignoran, o por lo menos pueden fácilmente ser instruidos en ello, que el sacrosanto concilio de Trento, fundado en la doctrina que ha conservado la perpetua tradición de la Iglesia, condenó la nueva y falsa doctrina contraria de Lutero”. “Quien dijere que las misas en que sólo el sacerdote comulga sacramentalmente son ilícitas, y que, por lo mismo, hay que suprimirlas, sea anatema”.

Están fuera, pues, del camino de la verdad los que no quieren celebrar el santo sacrificio si el pueblo cristiano no se acerca a la sagrada mesa; pero más yerran todavía los que, para probar que es enteramente necesario que los fieles, junto con el sacerdote, reciban el alimento eucarístico, afirman capciosamente que aquí no se trata sólo de un sacrificio, sino del sacrificio y del convite de la comunidad fraterna, y hacen de la sagrada comunión, recibida en común, como la cima de toda la celebración. Se debe, pues, una vez más advertir que el sacrificio eucarístico, por su misma naturaleza, es la incruenta inmolación de la divina Víctima, inmolación que se manifiesta místicamente por la separación de las sagradas especies y por la oblación de las mismas al Eterno Padre.

Os exhortamos a que, alejando cuanto sepa a error y falacia y reprobando cuanto se opone a la verdad y al orden, promováis las iniciativas que ponen al alcance del pueblo un conocimiento más profundo de la sagrada liturgia.

También es nuestro insistente deseo recomendar el decoro que debe reinar en los sagrados templos y altares. Obligados por nuestra conciencia y oficio, nos sentimos precisados a tener que reprobar y condenar ciertas imágenes y formas últimamente introducidas por algunos, que, a su extravagancia y degeneración estética, unen el ofender claramente más de una vez al decoro, a la piedad y a la modestia cristiana, y ofenden el mismo sentimiento religioso; todo eso debe alejarse y desterrarse en absoluto de nuestras iglesias, “y en general todo lo que desdice de la santidad del lugar” (Código de Derecho canónico canon 1178).

Fuente: S.S. Pío XII, Encíclica Mediator Dei