Publicado por: Servus Cordis Iesu
Frente a esta amenaza, la Iglesia católica no podía callar, y no calló. No calló esta Sede Apostólica, que sabe que es misión propia suya la defensa de la verdad, de la justicia y de todos aquellos bienes eternos que el comunismo rechaza y combate. Desde que algunos grupos de intelectuales pretendieron liberar la civilización humana de todo vínculo moral y religioso, nuestros predecesores llamaron abierta y explícitamente la atención del mundo sobre las consecuencias de esta descristianización de la sociedad humana. Y por lo que toca a los errores del comunismo, ya en el año 1846 nuestro venerado predecesor Pío IX, de santa memoria, pronunció una solemne condenación contra ellos, confirmada después en el Syllabus.
También Nos, durante nuestro pontificado, hemos denunciado frecuentemente, y con apremiante insistencia, el crecimiento amenazador de las corrientes ateas. En 1924 condenamos el comunismo en una alocución especial dirigida al mundo entero. El Papado, también en nuestros días, ha continuado tutelando fielmente el santuario de la religión cristiana y ha llamado la atención sobre el peligro comunista con más frecuencia y de un modo más persuasivo que cualquier otra autoridad pública terrena.
Pero, a pesar de estas repetidas advertencias paternales, el peligro está agravándose cada día más por la acción de hábiles agitadores. Por este motivo, nos creemos en el deber de elevar de nuevo nuestra voz con un documento aún más solemne, como es costumbre de esta Sede Apostólica, maestra de verdad, y como lo exige el hecho de que todo el mundo católico desea ya un documento de esta clase. Confiamos que el eco de nuestra voz será bien recibido por todos aquellos que, libres de prejuicios, desean sinceramente el bien de la humanidad. Confianza que se ve robustecida por el hecho de que nuestros avisos están hoy día confirmados por los frutos amargos cuya aparición habíamos previsto y anunciado, y que de hecho van multiplicándose espantosamente en los países dominados ya por el mal y amenazan caer sobre los restantes países del mundo.
Queremos, por tanto, exponer los principios y los métodos de acción del comunismo ateo, contraponiendo a estos falaces principios y métodos la luminosa doctrina de la Iglesia y exhortando de nuevo a todos al uso de los medios con los que la civilización cristiana, única civitas verdaderamente humana, puede librarse de este satánico azote y desarrollarse mejor para el verdadero bienestar de la sociedad humana.
En esta doctrina, como es evidente, no queda lugar ninguno para la idea de Dios, ni hay esperanza alguna en una vida futura. Insistiendo en el aspecto dialéctico de su materialismo, los comunistas afirman que el conflicto que impulsa al mundo hacia su síntesis final puede ser acelerado por el hombre. Por esto procuran exacerbar las diferencias existentes entre las diversas clases sociales y se esfuerzan para que la lucha de clases, con sus odios y destrucciones, adquiera el aspecto de una cruzada para el progreso de la humanidad. Por consiguiente, todas las fuerzas que resistan a esas conscientes violencias sistemáticas deben ser, sin distinción alguna, aniquiladas como enemigas del género humano.
En las relaciones sociales de los hombres afirman el principio de la absoluta igualdad, rechazando toda autoridad jerárquica establecida por Dios, incluso la de los padres; porque, según ellos, todo lo que los hombres llaman autoridad y subordinación deriva exclusivamente de la colectividad como de su primera y única fuente. Los pregoneros del comunismo saben aprovecharse también de los antagonismos de raza, de las divisiones y oposiciones de los diversos sistemas políticos y hasta de la desorientación en el campo de la ciencia sin Dios para infiltrarse en las universidades y corroborar con argumentos seudocientíficos los principios de su doctrina.
Por esto, ¿puede resultar extraño que en un mundo tan hondamente descristianizado se desborde el oleaje del error comunista?
El hombre, como individuo y como miembro de la sociedad, necesita un freno. Los mismos pueblos bárbaros tuvieron este freno en la ley natural, grabada por Dios en el alma de cada hombre. Y cuando esta ley natural fue observada por todos con un sagrado respeto, la historia presenció el engrandecimiento de antiguas naciones. Pero, cuando se arranca del corazón de los hombres la idea misma de Dios, los hombres se ven impulsados necesariamente a la moral feroz de una salvaje barbarie.
Por encima de toda otra realidad está el sumo, único y supremo ser, Dios, Creador omnipotente de todas las cosas, juez sapientísimo de todos los hombres. Esta suprema realidad, Dios, es la condenación más absoluta de las insolentes mentiras del comunismo. Porque la verdad es que no porque los hombres crean en Dios, existe Dios, sino que, porque Dios existe, creen en Él y elevan a Él sus súplicas todos los hombres que no cierran voluntariamente los ojos a la verdad.
Es errónea la afirmación de que todos los ciudadanos tienen derechos iguales en la sociedad civil y no existe en el Estado jerarquía legítima alguna. Bástenos recordar a este propósito las encíclicas de León XIII referentes a la autoridad política y a la constitución cristiana del Estado. En estas encíclicas encuentran los católicos luminosamente expuestos los principios de la razón y de la fe, que los capacitarán para defenderse contra los peligrosos errores de la concepción comunista del Estado. No habría ni socialismo ni comunismo si los gobernantes de los pueblos no hubieran despreciado las enseñanzas y las maternales advertencias de la Iglesia; pero los gobiernos prefirieron construir sobre las bases del liberalismo y del laicismo otras estructuras sociales, que, aunque a primera vista parecían presentar un aspecto firme y grandioso, han demostrado bien pronto, sin embargo, su carencia de sólidos fundamentos, por lo que una tras otra han ido derrumbándose miserablemente, como tiene que derrumbarse necesariamente todo lo que no se apoya sobre la única piedra angular, que es Jesucristo.
Fuente: S.S. Pío XI, Encíclica Divini Redemptoris
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