El Martillo de los herejes

Publicado por: Servus Cordis Iesu

San Roberto Belarmino, sobrino del Papa Marcelo II, nació en Montepulciano, cerca de Florencia, en 1542. Desde su juventud, mostró gran piedad y vivo deseo de apostolado. Ingresó a los 18 años en la Compañía de Jesús e hizo sus estudios en Roma, Florencia, Mondovi, Padua y Lovaina, donde fue ordenado de sacerdote y nombrado para una cátedra de teología. Pronto se le consideró como uno de los mejores teólogos de la cristiandad, y el Papa Gregorio XIII le llamó a Roma para confiarle los cursos de Controversias en el Colegio romano donde llegó a tener hasta 2.000 estudiantes. Después de haber sido nombrado provincial de Nápoles, fue de nuevo llamado a Roma por Clemente VIII, quien le nombró consultor del Santo Oficio y después Cardenal. Consagrado obispo, se trasladó en 1602 al arzobispado de Capua, administrándole durante tres años, al cabo de los cuales renunció y volvió a Roma donde permaneció hasta su muerte, acaecida en 1629. Fue beatificado y canonizado por Pío XI que le nombró Doctor de la Iglesia. 

Desde los orígenes de la Iglesia hasta nuestros días, la divina Providencia no ha cesado jamás de suscitar hombres ilustres por su ciencia y santidad, los cuales han conservado e interpretado las verdades de la fe católica y rechazado los ataques con que los herejes amenazaban a estas mismas verdades. 

Se ha dicho con razón que San Roberto Belarmino recibió de Dios la triple vocación de enseñar a los fieles, alimentar la piedad de las almas fervorosas y confundir a los herejes. Se comprende que San Francisco de Sales le haya tenido por maestro y que Benedicto XV le haya propuesto como modelo de los que propagan y defienden la religión católica.

San Roberto fue verdaderamente modelo en los diferentes cargos que ocupó durante su larga carrera; simple religioso o provincial, profesor o director de conciencia, arzobispo o cardenal de Curia. Fue quien guio por los caminos de la santidad a San Luis Gonzaga: fue el consejero preferido por muchos Papas. Como arzobispo, se mostró escrupuloso observador de los decretos del Concilio de Trento; era fiel, celoso de la predicación, de una caridad inagotable para con los pobres, cuidadoso en la formación de los jóvenes sacerdotes, en la dignidad del clero y hermosura del culto divino. Su austeridad de vida no se desmintió nunca. Consagraba diariamente varias horas a la oración, ayunaba tres días por semana y hasta en los honores observó un método de vida muy modesto. Todas sus virtudes brillaron con espléndido fulgor durante su última enfermedad. El Papa Gregorio XV y numerosos cardenales, temerosos ante el pensamiento de que un tal apoyo iba a faltar a la Iglesia acudieron a visitarle. Cuando murió, Roma entera le hizo magníficos funerales y con voz unánime le canonizó. Su cuerpo colocado en la iglesia de San Ignacio, junto a la tumba de San Luis Gonzaga, como lo había deseado él en vida, ha permanecido hasta nuestros días rodeado de la veneración de los fieles.

Como lámpara ardiente puesta sobre el candelero para alumbrar a cuantos hay en la casa, iluminaste a los católicos y a aquellos que se perdían lejos de la Iglesia; como estrella en firmamento, con los rayos de tu ciencia tan vasta como profunda y con el esplendor de tus talentos trajiste a los hombres de buena voluntad la verdad a la que serviste siempre y por encima de todo. Primer apologista de tu tiempo y aún de tiempos posteriores te ganaste, por tu vigorosa defensa del dogma católico la admiración y la atención de todos los verdaderos servidores de Cristo. Las necesidades de nuestra época son muy semejantes a los de la tuya: el amor de novedades seduce también a muchas almas y el racionalismo, hijo del protestantismo ha hecho disminuir las verdades entre nosotros. Pastor celoso, obtén para la Iglesia sacerdotes y obispos que abrasados como tú por el fuego de la caridad se gasten sin cesar por el bien de las almas y cuyos consejos y ejemplos les hagan correr con el corazón dilatado por el camino de los preceptos divinos. Enseña también a todos los fieles a estimar por encima de todo las verdades católicas del catecismo. Que este libro, nos dé no sólo la ciencia necesaria para la salvación, sino que además nos introduzca en el camino de la perfección. Enséñanos sobre todo la práctica de los dos primeros mandamientos en los cuales se resume toda la ley. El amor de Dios dominó toda tu vida y le dio su armonía y grandeza. Ojalá conservemos siempre como tú, fija la mirada de nuestro corazón en Jesús crucificado y no veamos sino a Él en la persona de nuestros hermanos. Inspíranos también los sentimientos de ternura que tú tenías para con la Virgen Inmaculada cuyo honor defendiste contra los herejes.

Fuente: Dom Prospero Guéranger, El Año Litúrgico