La evolución según la doctrina católica (II)

Publicado por: Servus Cordis Iesu

 El parecer unánime de los Santos Padres 

El parecer de los Santos Padres y de los teólogos es unánime en explicar la formación del cuerpo de Adán a partir del limo de la tierra, si se exceptúa por su alegorismo a Orígenes, Cayetano y algunos pocos más. 

La Iglesia, por su parte, ha explicado siempre literalmente a los fieles la creación del hombre a partir del barro de la tierra, y el de la mujer a partir del hombre. En muestra de ello, bástenos reproducir cómo enseña el Catecismo mayor de San Pío X la creación de nuestros primeros padres: “Dios creó al hombre a su imagen y semejanza y lo hizo así: formó el cuerpo de tierra, luego sopló en su rostro, infundiéndole un alma inmortal. Dios impuso al primer hombre el nombre de Adán, que significa formado de tierra, y lo colocó en un lugar lleno de delicias, llamado el Paraíso terrenal. Mas Adán estaba solo. Queriendo, pues, Dios asociarle una compañera y consorte, le infundió un profundo sueño y, mientras dormía, le quitó una costilla de la cual formó a la mujer que presentó a Adán. Este la recibió con agrado y la llamó Eva, que quiere decir vida, porque había de ser madre de todos los vivientes”

3º La analogía de la fe

Añádase, finalmente, que la hipótesis de la evolución es frontalmente contraria a varios dogmas de nuestra fe, si se los considera en su coherencia y armonía interna. Así, la doctrina católica siempre ha afirmado, como dogma de fe, que Dios estableció al primer hombre en un estado de justicia original; ahora bien, dicho estado consta de elementos que no serían explicables según la teoría de la evolución tal como hoy se la sostiene, y que difícilmente encajarían incluso en una versión católica de la misma. 

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La evolución según la doctrina católica (I)

Publicado por: Servus Cordis Iesu

La evolución, para el hombre moderno, más que un hecho científico y demostrado, es una cosmovisión, esto es, un modo de concebirlo y de pensarlo todo. Esta cosmovisión se aplica al origen del hombre y de las cosas como un principio casi evidente, que nadie puede ni debe discutir. 

La razón del triunfo de esta cosmovisión es, en última instancia, bien simple: la evolución, y la cosmovisión evolutiva, es la única alternativa frente a la creación, a la cosmovisión de un mundo creado tal como es por Dios; es la única forma de excluir a Dios de su propia obra. 

Veamos, pues, cómo la doctrina católica permite refutar el postulado evolucionista, aunque limitándonos al origen del hombre, que es lo que aquí nos interesa más de cerca.

1º La enseñanza de la Iglesia 

Pío XII afirmaba ya en 1950 que “algunos, con temeraria audacia, traspasan la libertad de discusión que el magisterio de la Iglesia había concedido a los científicos católicos al estudiar el tema de la evolución del hombre al proceder como si el mismo origen del cuerpo humano de una materia viva preexistente fuera cosa absolutamente cierta y demostrada por los indicios hasta ahora encontrados y por los razonamientos de ellos deducidos, y como si, en las fuentes de la revelación divina, nada hubiera que exija en esta materia máxima moderación y cautela”. Es decir, que ni hay nada ciertamente demostrado desde el campo de la Ciencia que obligue a sacrificarle las afirmaciones de la Sagrada Escritura; ni faltan tampoco serios reparos contra la hipótesis evolucionista desde el campo de la Revelación. 

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Don de Ciencia

Publicado por: Servus Cordis Iesu

El don de ciencia nos hace sentir y como tocar con la mano la vanidad de toda creatura: pura nada. El hombre, que camina hacia Dios en este universo visible, no debe detenerse en su fugaz belleza; mucho menos quedar cautivo en ella. Todo ha sido hecho para elevarle hasta Dios. El papel del don de ciencia es descubrir a través de todas las cosas la Faz de Dios. Él permite al alma evadirse del apresamiento falaz de todo lo creado, hace que no se deje prender en goces transitorios y culpables, que tan pronto conviértense en amargura sin fin. Nos lo ha advertido San Pablo, diciendo que los que gozan de mujer y de todos los falsos bienes de este mundo, tengan mucho cuidado de no eternizar en ellos su corazón. Aun cuando el alma se saciara de ellos, con rapidez fulminante la muerte separa de todo: “¡El tiempo es breve! ¡La figura de este mundo pasa!” De ahí las lágrimas de los santos al recuerdo de una vida malgastada y del tiempo perdido. Reconciliados con Dios, saborean en su penitencia “la bienaventuranza de las lágrimas” (Mt 5,5).

En las almas puras y desprendidas, para quienes la creatura ha llegado a ser inofensiva, todo eleva hacia Dios. Para el alma virgen, inaccesible a la fascinación seductora de las creaturas de pecado, la creación aparece como el magnífico libro de Dios: “Los cielos narran su gloria” (Sal 18, 2) y hasta el menor átomo del universo atestigua su infinito poder. Así, el don de ciencia, que la Escritura llama “la ciencia de los santos” (Pr 9, 10), libra al alma del gusto malsano de la creatura y -maravillosa transformación- restituye a la naturaleza misma su sentido original de “signo de Dios”.

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El Martillo de los herejes

Publicado por: Servus Cordis Iesu

San Roberto Belarmino, sobrino del Papa Marcelo II, nació en Montepulciano, cerca de Florencia, en 1542. Desde su juventud, mostró gran piedad y vivo deseo de apostolado. Ingresó a los 18 años en la Compañía de Jesús e hizo sus estudios en Roma, Florencia, Mondovi, Padua y Lovaina, donde fue ordenado de sacerdote y nombrado para una cátedra de teología. Pronto se le consideró como uno de los mejores teólogos de la cristiandad, y el Papa Gregorio XIII le llamó a Roma para confiarle los cursos de Controversias en el Colegio romano donde llegó a tener hasta 2.000 estudiantes. Después de haber sido nombrado provincial de Nápoles, fue de nuevo llamado a Roma por Clemente VIII, quien le nombró consultor del Santo Oficio y después Cardenal. Consagrado obispo, se trasladó en 1602 al arzobispado de Capua, administrándole durante tres años, al cabo de los cuales renunció y volvió a Roma donde permaneció hasta su muerte, acaecida en 1629. Fue beatificado y canonizado por Pío XI que le nombró Doctor de la Iglesia. 

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