Hemos resucitado con Cristo

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Es la vida de Cristo resucitado, modelo de la nuestra, el cual nos ha merecido la gracia de vivir como Él para Dios, y de asociarnos a su estado glorioso. Esta vida nos la mereció, no tanto por su Resurrección, como por su Pasión sacratísima; pues al exhalar Jesús el último suspiro, y llegado el término de su existencia mortal, ya no podía merecer; todas cuantas gracias nos granjeó, fue mediante su sacrificio inaugurado en la Encarnación y consumado al morir en el leño de la cruz. Con todo, estos méritos perduran aun después de su salida gloriosa del sepulcro, pues Jesucristo ha querido conservar las cicatrices de sus llagas para mostrarlas al Padre, radiantes y hermosas como títulos y justificantes para la comunicación de su gracia.

Desde el bautismo, participamos de esta gracia de la Resurrección de Cristo, y así nos lo afirma san Pablo: “Por el bautismo hemos sido sepultados con Cristo muriendo para el pecado, a fin de que así como Cristo resucitó de muerte a vida por la omnipotencia del Padre, así también nosotros vivamos nueva vida”.

El agua santa con que fuimos lavados en el bautismo es, según el Apóstol, figura del sepulcro. Al salir de las fuentes bautismales, se ve el alma limpia de toda culpa, de toda mancha, libre ya de toda muerte espiritual, y engalanada de la gracia, principio de vida divina; de igual modo que al salir Cristo del sepulcro se despojó de nuestra mortalidad y flaqueza, para vivir en adelante vida perfecta.

Hemos resucitado, pues, con Cristo, por medio del mismo Cristo que nada ansía tanto como comunicarnos su vida gloriosa.

¿Qué se requiere para responder a este deseo divino y asemejarnos a Jesús resucitado? Vivir conforme al espíritu de nuestro bautismo, renunciar a todo aquello que en nosotros vemos está viciado por la culpa, acabar con el hombre viejo y que todo vaya enderezado y regido por la gracia. El ser santos, consiste en alejarse del pecado y de sus ocasiones, de las criaturas, de todo lo rastrero, para vivir en Dios y por Dios, con la mayor plenitud y fijeza posibles.

Este es uno de los aspectos más notables de la gracia pascual, que san Pablo nos describe en términos expresivos. “Echad fuera, dice, la levadura añeja, para que seáis una masa enteramente nueva, porque desde que fue inmolado Jesucristo, nuestro Cordero pascual, sois panes ácimos y puros. Por tanto, celebremos el convite pascual, no con levadura añeja ni con levadura de malicia y de corrupción, sino con los panes ácimos de la sinceridad y de la verdad”.

Por eso, así como los judíos, al llegar la Pascua, se abstenían de toda levadura para comer el cordero pascual, así también los cristianos que quieren compartir el misterio de la Resurrección y unirse a Cristo, que es el Cordero inmolado y resucitado por nosotros, no deben ya vivir en el pecado, sino abstenerse de los malos deseos, que son como levadura de malicia y perversidad; deben conservar en sí mismos la gracia que los hará vivir en la verdad y sinceridad de la ley divina.

No olvidemos nunca que formamos una sola y misma cosa con Cristo, que su triunfo es el nuestro y que su gloria es principio de nuestro gozo. Cantemos también con la Iglesia nuestra Madre repetidas veces el Alleluia para demostrar a Cristo nuestra alegría por verle triunfador de la muerte, y para dar gracias al Padre por la gloria con que premia a su Hijo. El Alleluia, repetido sin cesar por la Iglesia durante los cincuenta días del período pascual, es como un eco continuado de aquella oración con que se termina la semana de Pascua: “Te pedimos, Señor, nos concedas que te demos siempre gracias por estos misterios de Pascua; de modo que la continua operación de la obra de nuestra reparación sea para nosotros causa de perpetua alegría”.

Fuente: Dom Columba Marmion, Jesucristo en sus Misterios