Integridad del depósito de la Fe

Publicado por: Servus Cordis Iesu

La Iglesia nada ha deseado con tanto ardor ni procurado con tanto esfuerzo cómo conservar del modo más perfecto la integridad de la fe. Por esto ha mirado como a rebeldes declarados y ha lanzado de su seno a todos los que no piensan como ella sobre cualquier punto de su doctrina.

Los arrianos, los montanistas, los novacianos, los cuartodecimanos, los eutiquianos no abandonaron, seguramente, toda la doctrina católica, sino solamente tal o cual parte, y, sin embargo, ¿quién ignora que fueron declarados herejes y arrojados del seno de la Iglesia? Un juicio semejante ha condenado a todos los fautores de doctrinas erróneas que fueron apareciendo en las diferentes épocas de la historia. “Nada es más peligroso que esos heterodoxos que, conservando en lo demás la integridad de la doctrina, con una sola palabra, como gota de veneno, corrompen la pureza y sencillez de la fe que hemos recibido de la tradición dominical, después apostólica”.

Tal ha sido constantemente la costumbre de la Iglesia, apoyada por el juicio unánime de los Santos Padres, que siempre han mirado como excluido de la comunión católica y fuera de la Iglesia a cualquiera que se separe en lo más mínimo de la doctrina enseñada por el magisterio auténtico. San Epifanio, San Agustín, Teodoreto, han mencionado un gran número de herejías de su tiempo. San Agustín hace notar que otras clases de herejías pueden desarrollarse, y que, si alguno se adhiere a una sola de ellas, por ese mismo hecho se separa de la unidad católica. “De que alguno diga que no cree en esos errores, no se sigue que deba creerse y decirse cristiano católico. Pues puede haber y pueden surgir otras herejías que no están mencionadas en esta obra, y cualquiera que abrazase una sola de ellas cesaría de ser cristiano católico”.

Es, pues, incontestable, después de lo que acabamos de decir, que Jesucristo instituyó en la Iglesia un magisterio vivo, auténtico y además perpetuo, investido de su propia autoridad, revestido del espíritu de verdad, confirmado por milagros, y quiso, y muy severamente lo ordenó, que las enseñanzas doctrinales de ese magisterio fuesen recibidas como las suyas propias. Cuantas veces, por lo tanto, declare la palabra de ese magisterio que tal o cual verdad forma parte del conjunto de la doctrina divinamente revelada, cada cual debe creer con certidumbre que eso es verdad; pues si en cierto modo pudiera ser falso, se seguiría de ello, lo cual es evidentemente absurdo, que Dios mismo sería el autor del error de los hombres. Alejado, pues, todo motivo de duda, ¿puede ser permitido a nadie rechazar alguna de esas verdades sin precipitarse abiertamente en la herejía, sin separarse de la Iglesia y sin repudiar en conjunto toda la doctrina cristiana?

Pues tal es la naturaleza de la fe, que nada es más imposible que creer esto y dejar de creer aquello. La Iglesia profesa efectivamente que la fe es “una virtud sobrenatural por la que, bajo la inspiración y con el auxilio de la gracia de Dios, creemos que lo que nos ha sido revelado por Él es verdadero; y lo creemos no a causa de la verdad intrínseca de las cosas, vista con la luz natural de nuestra razón, sino a causa de la autoridad de Dios mismo, que nos revela esas verdades y que no puede engañarse ni engañarnos”.

“Si hay, pues, un punto que haya sido revelado evidentemente por Dios y nos negamos a creerlo, no creemos en nada de la fe divina”. Pues el juicio que emite Santiago respecto de las faltas en el orden moral hay que aplicarlo a los errores de entendimiento en el orden de la fe. “Quien se hace culpado en un solo punto, se hace transgresor de todos”. Esto es aún más verdadero en los errores del entendimiento. No es, en efecto, en el sentido más propio como pueda llamarse transgresor de toda la ley a quien haya cometido una sola falta moral, pues si puede aparecer despreciando a la majestad de Dios, autor de toda la ley, ese desprecio no aparece sino por una suerte de interpretación de la voluntad del pecador. Al contrario, quien en un solo punto rehúsa su asentimiento a las verdades divinamente reveladas, realmente abdica de toda la fe, pues rehúsa someterse a Dios en cuanto a que es la soberana verdad y el motivo propio de la fe. “En muchos puntos están conmigo, en otros solamente no están conmigo; pero a causa de esos puntos en los que no están conmigo, de nada les sirve estar conmigo en todo lo demás”.

Nada es más justo; porque aquellos que no toman de la doctrina cristiana sino lo que quieren, se apoyan en su propio juicio y no en la fe, y al rehusar “reducir a servidumbre toda inteligencia bajo la obediencia de Cristo obedecen en realidad a sí mismos antes que a Dios. “Vosotros, que en el Evangelio creéis lo que os agrada y os negáis a creer lo que os desagrada, creéis en vosotros mismos mucho más que en el Evangelio”.

Los Padres del concilio Vaticano I nada dictaron de nuevo, pues sólo se conformaron con la institución divina y con la antigua y constante doctrina de la Iglesia y con la naturaleza misma de la fe cuando formularon este decreto: “Se deben creer como de fe divina y católica todas las verdades que están contenidas en la palabra de Dios escrita o transmitida por la tradición, y que la Iglesia, bien por un juicio solemne o por su magisterio ordinario y universal, propone como divinamente revelada”.

Fuente: S.S. León XIII, Encíclica Satis Cognitum


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