Publicado por: Servus Cordis Iesu
Según una tradición que remonta a los primeros siglos del cristianismo, era el medio día la hora en que Jesús fue elevado sobre la cruz cuando, dirigiendo sobre la concurrencia una mirada de ternura que debió detenerse con complacencia filial sobre María, elevó las manos y les bendijo a todos. En este momento sus pies se desprendieron de la tierra y se elevó al cielo.
Los asistentes le seguían con la mirada; pero pronto entró en una nube que le ocultó a sus ojos. Los discípulos tenían aún los ojos fijos en el cielo, cuando, de repente, dos Ángeles vestidos de blanco se presentaron ante ellos y les dijeron: “Varones de Galilea, ¿porqué estáis mirando al cielo? Ese Jesús que os ha dejado para elevarse al cielo vendrá un día de la misma manera que le habéis visto subir”. Del mismo modo que el Salvador ha subido, debe el Juez descender un día: todo el futuro de la Iglesia está comprendido en estos dos términos. Nosotros vivimos ahora bajo el régimen del Salvador; pues nos ha dicho que “el hijo del hombre no ha venido para juzgar al, mundo, sino para que el mundo sea por Él salvado”. Y con este fin misericordioso los discípulos acaban de recibir la misión de ir por toda la tierra y de convidar a los hombres a la salvación, mientras tienen tiempo.
¡Qué inmensa es la tarea que Jesús les ha confiado, y en el momento en que van a dar comienzo a ella Jesús les abandona! Les es preciso descender solos del monte de los Olivos de donde ha partido Él para el cielo. Su corazón, sin embargo, no está triste; tienen con ellos a María, y la generosidad de esta madre incomparable se comunica a sus almas. Aman a su Maestro; su dicha en adelante consistirá en pensar que ha entrado en su descanso.
Los discípulos entraron de nuevo en Jerusalén “llenos de una viva alegría”, nos dice San Lucas, expresando por esta sola palabra uno de los caracteres de esta fiesta de la Ascensión, impregnada de una tan dulce melancolía, pero que respira al mismo tiempo más que cualquier otra alegría y el triunfo. Esta solemnidad es el cumplimiento de todos los misterios del Redentor y que ha consagrado para siempre el jueves de todas las semanas, día tan augusto por la institución de la santa Eucaristía.
¡Oh nuestro Emmanuel! finalmente has llegado al término de tu obra y hoy mismo te vemos entrar en tu reposo. Al comienzo del mundo, empleaste seis días para disponer todas las partes del Universo creado por tu poder; después de lo cual entraste en tu descanso. Más tarde, cuando resolviste levantar tu obra caída por la malicia del ángel rebelde, tu amor te hizo pasar, durante treinta y tres años, por una sucesión sublime de actos por medio de los cuales se obraron nuestra redención y nuestro restablecimiento en el grado de santidad y de gloria del que habíamos caído.
No olvidaste nada, oh Jesús, de lo que había sido propuesto en los consejos de la Trinidad, ni de lo que los Profetas habían anunciado de ti. Tu Ascensión concluye la misión que has cumplido en tu misericordia. Por segunda vez entras en tu descanso; pero entras con toda la naturaleza humana, llamada en adelante, a tomar parte en honores divinos.
Ya forman parte en las filas de los coros angélicos los justos de nuestra raza que has sacado del limbo, pues, al marcharte nos dijiste: “Voy a prepararos un lugar”.
Confiados en tu palabra, resueltos a seguirte en todos tus misterios que has cumplido sólo por nosotros, a acompañarte en la humildad de Belén, en la participación de los dolores del Calvario, en la resurrección de Pascua y aspiramos a imitarte también, cuando llegue la hora, en tu triunfante Ascensión. Entretanto, nos unimos a los coros de los Apóstoles que saludan tu llegada, a nuestros Padres cuya multitud te acompaña y te sigue.
Fija tu mirada en nosotros, ¡oh divino Pastor! no ha llegado aún el momento de juntarnos.
Guarda a tus ovejas y ten cuidado que no se extravíe ninguna ni sea ingrata a tus cuidados. Conociendo nuestro fin y firmes en el amor y la meditación de los misterios que nos han conducido al de hoy, tomamos a éste como objeto de nuestra espera y el término de nuestros deseos. Constituye el fin de tu venida a este mundo, por medio de la cual descendiendo tú hasta nuestra bajeza, nos ensalzaste hasta hacernos partícipes de tu grandeza.
¿Pero qué haríamos aquí abajo hasta que nos juntásemos contigo, si la Virtud del Altísimo que nos habéis prometido no descendiese pronto sobre nosotros, si no nos diese paciencia en el destierro, fidelidad en la ausencia y el amor suficiente para sostener un corazón que suspira por poseerte? ¡Ven, pues, oh Espíritu divino! No nos dejes languidecer, a fin de que nuestra mirada permanezca fija en el cielo donde Jesús reina y nos espera, y no permitas que el mortal sea tentado, en su cansancio, a arrastrarse por un mundo terrestre en el cual Jesús no se dejará ver en adelante.
Fuente: Dom Prospero Guéranger, El Año Litúrgico