Publicado por: Servus Cordis Iesu
Por ser tan importante la intervención de María en nuestra vida espiritual, hemos de tenerle mucha devoción. Esta palabra significa entrega voluntaria de sí mismo. Seremos, pues, devotos de María, si nos entregáremos enteramente a ella y, por ella, a Dios. Con esto no haremos sino imitar al mismo Dios que se nos da a nosotros, y nos da a su Hijo como medianero. Haremos entrega de nuestro entendimiento, con la más profunda veneración; de nuestra voluntad, con una confianza absoluta; de nuestro corazón, con un amor ternísimo de hijos; de todo nuestro ser, con la imitación más perfecta posible de sus virtudes.
Esta veneración se funda en la dignidad de Madre de Dios y en las consecuencias que de ella se derivan. Verdaderamente jamás podremos honrar harto a la que el Verbo Encarnado venera como madre suya, contempla el Padre amorosamente como a hija muy amada, y el Espíritu Santo mira como templo suyo de predilección. Trátala el Padre con sumo respeto al enviarle un Ángel para que la salude llena de gracia, y le pida su consentimiento para la obra de la Encarnación, por medio de la cual quiere asociarla consigo tan íntimamente; venérala el Hijo, y ámala como a madre suya y la obedece; el Espíritu Santo viene a ella, y en ella pone sus complacencias. Al venerar a María, nos asociamos a las tres divinas personas, y estimamos en mucho a la que ellas en mucho estiman.
Esta veneración ha de ser mayor que la que guardamos para los Ángeles y los Santos, precisamente porque por su dignidad de madre de Dios, por su oficio de medianera y por su santidad, está María por encima de todas las criaturas. El culto que se le debe, que es de dulía y no de latría, llámase con razón de hiperdulía, por ser superior al que se rinde a los Ángeles y a los Santos.
Nuestra confianza, pues, para con ella, habrá de ser inquebrantable y universal. Inquebrantable, a pesar de todas nuestras miserias y pecados; es madre de misericordia, mater misericordia, que no se cuida de la justicia, sino que ha sido elegida para ejercer antes que otra cosa la compasión, la bondad, la condescendencia; porque sabe que estamos expuestos a las acometidas de la concupiscencia, del mundo y del demonio, tiene piedad de nosotros que no dejamos de ser sus hijos, aunque hayamos caído en el pecado. Así, pues, apenas manifestamos un poco de buena voluntad, el deseo de volver a Dios, nos acoge bondadosamente; y muchas veces es ella la que, anticipándose a estos buenos movimientos, nos alcanza las gracias que los excitarán en nuestra alma. Muy bien entendió esto la Iglesia, cuando instituyó una fiesta, para algunas diócesis, con el título de Corazón de María refugio de pecadores; precisamente porque es inmaculada y jamás ha cometido pecado alguno, siente mucha más compasión por sus pobres hijos que no tienen, como ella, el privilegio de estar libres de la concupiscencia. Universal, o sea, que se extiende a todas las gracias de que hemos menester; gracias de conversión, de adelantamiento espiritual, de perseverancia final, gracias de preservación en medio de los peligros, de las tribulaciones, de las más graves dificultades que pudieran presentarse. Y porque de continuo hemos menester de la gracia para vencer a nuestros enemigos y adelantar en la virtud, de continuo hemos de acudir a ella que tan acertadamente es llamada Nuestra Señora del perpetuo socorro.
Con la confianza ha de ir junto el amor, y amor filial, lleno de candor, de sencillez, de ternura y de generosidad. Verdaderamente es la más amable de todas las madres, porque, habiéndola escogido Dios para Madre de su Hijo, le ha dado todas las buenas cualidades que hacen amable a una persona: la delicadeza, la discreción, la bondad, la abnegación de una madre. Es la más amante, porque fue creado expresamente su corazón para amar al Hijo-Dios, y amarle lo más perfectamente posible. Pues el mismo amor que tiene a su Hijo, tiénele también por nosotros, que somos miembros vivos de su Hijo divino, prolongación y complemento de Él; muéstrase este amor en el misterio de la Visitación, cuando corre presurosa a llevar a su prima Isabel el Jesús que ha recibido en su seno, y que con sola su presencia santifica toda la casa; en las bodas de Caná, en las que cuidando de todo, intercede con su Hijo para librar a los recién casados de una triste humillación; en el Calvario, donde voluntariamente sacrifica lo que más quiere, para salvarnos; en el Cenáculo, donde ejerce su poder de intercesión para conseguir a los Apóstoles una mayor abundancia de los dones del Espíritu Santo.
Siendo la más amable y la más amante de todas las madres, ha de ser también la más amada. Este es uno de sus más gloriosos privilegios : donde quiera que Jesús es conocido y amado, también lo es María: no se puede separar a la Madre del Hijo, y aun teniendo en cuenta la diferencia entre el uno y la otra, guárdaseles el mismo afecto, aunque en grado diferente: al Hijo se le rinde el amor que se debe a Dios, y a María, el que se debe a la Madre de Dios, amor tierno, generoso, abnegado, pero subordinado al amor de Dios. Es un amor de complacencia, que se goza en las grandezas, virtudes y privilegios de María, considerándolos allá dentro de continuo, admirándolos, complaciéndose en ellos y congratulándose de que sea tan perfecta. Pero es además un amor de benevolencia que sinceramente desea que el nombre de María sea cada vez más conocido y amado, que ruega porque se extienda su bienhechor influjo en las almas, y que junta con la oración la palabra y la obra.
Fuente: Adolfo Tanquerey, Compendio de Teología ascética y mística
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