La Misión de una madre

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Oh madre, ilustre entre todas las madres: la cristiandad honra en ti a uno de los tipos más perfectos de la humanidad regenerada por Cristo. Antes del Evangelio, en aquellos siglos en que la mujer estaba envilecida, la maternidad no pudo tener sobre el hombre sino influencia corta y con frecuencia vulgar; su papel se limitó ordinariamente a los cuidados físicos, y si se ha salvado del olvido el nombre de algunas madres, es porque supieron preparar a sus hijos para la gloria pasajera de este mundo. No se encuentra en la antigüedad pagana ninguna que se haya cuidado de educarlos en el bien, que les haya seguido para sostenerle en la lucha contra el error y las pasiones, para levantarlos en sus caídas; no se encuentra ninguna que se haya dado a la oración y a las lágrimas para obtener su vuelta a la verdad y a la virtud. Sólo el cristianismo ha revelado a la madre su misión y su poder.

¡Qué olvido de ti misma, oh Mónica, en esta persecución continua de la salvación de un hijo! Después de Dios vives para él y vivir de esta manera para tu hijo, ¿no es vivir para Dios que se sirve de ti para salvarle? ¿Qué te importan la gloria y los éxitos de Agustín en el mundo cuando piensas en los peligros eternos en que incurre, cuando tiemblas al verle separado eternamente de Dios y de ti? No hay sacrificio y abnegación de que no sea capaz tu corazón de madre, para con esta rigurosa justicia, cuyos derechos no quiere frustrar tu generosidad. Durante largos días, durante noches enteras, esperas con paciencia los momentos del Señor; aumenta el ardor de tu oración; y esperando contra toda esperanza, sientes en el fondo de tu corazón, la humilde y firme confianza de que el hijo de tantas lágrimas no perecerá. Porque el Señor “movido a compasión” para contigo, como lo hizo con la afligida madre de Naín, deja oír su voz a la que nada resiste. “Joven, dice, yo te mando, levántate”; y devuelve a la madre el hijo cuya muerte lloraba, pero de quien no había querido separarse.

Pero, ¡qué recompensa para tu corazón maternal, oh Mónica! El Señor no se ha contentado con devolverte a Agustín lleno de vida; desde el fondo de los abismos del error y de las pasiones, le levanta sin intermediario hasta el bien más perfecto. Pedías que fuese cristiano católico, que rompiese los lazos humillantes y pecaminosos, y he aquí que la gracia lo ha transportado hasta la región tranquila de los consejos evangélicos. Tu misión está suficientemente cumplida, madre feliz. Sube ya al cielo; desde allí, esperando la eterna reunión, contemplarás la santidad y las obras de este hijo cuya salvación es obra tuya, y cuya gloria tan resplandeciente y pura rodea tu nombre de luminosa aureola.

¡Oh Mónica! Desde esa felicidad en donde gozas con tu hijo que te debe la vida temporal y eterna, dirige tu mirada a tantas madres cristianas que cumplen en este momento la noble y dura misión en que tú misma te ocupaste. Sus hijos también están muertos con la muerte del pecado y quisieran hacerlos volver, con su amor, a la verdadera vida. Después de la Madre de misericordia se dirigen a ti, oh Mónica, cuyas lágrimas y oraciones fueron tan poderosas y fructuosas. Acuérdate de su situación; tu corazón tierno y compasivo no puede dejar de compartir las angustias cuyos rigores sufrió por tanto tiempo. Dígnate unir tu intervención a sus plegarias; adopta estos nuevos hijos que te ofrecen, y quedarán contentas. Sostén su ánimo; enséñalas a esperar, fortifícalas en los sacrificios a cuyo precio ha puesto Dios el retorno de estas almas queridas. Entonces sabrán ellas, que la conversión de un alma es un milagro mayor que la resurrección de un muerto; comprenderán que la justicia divina, para ceder sus derechos, exige una compensación que a ellas toca darla. Su corazón se verá libre del egoísmo secreto que, con frecuencia, se mezcla en los sentimientos en apariencia muy puros. Que se pregunten a sí mismas si se alegrarán como tú, oh Mónica, viendo a sus hijos, vueltos al bien, abandonarlas para consagrarse al Señor. Si es así, que confíen; tendrán poder en el corazón de Dios; pronto o tarde la gracia deseada descenderá del cielo sobre el hijo pródigo, y volverá a Dios y a su madre.

Fuente: Dom Prospero Guéranger, El Año Litúrgico