La mujer en la familia

Publicado por: Servus Cordis Iesu

La familia tiene un sol propio: la esposa. Pero, ¿qué sucede cuando la familia está privada de este sol? ¿Dónde está aquella generosa delicadeza y aquel tierno cariño, cuando ella, en vez de crear con una sencillez natural y prudente una atmósfera de agradable serenidad en la mansión doméstica, toma una actitud de inquieta, nerviosa y exigente señora, muy de moda? ¿Es esto un esparcir benévolos y vivificantes rayos solares, o más bien un congelar con viento glacial del norte el jardín de la familia? ¿Quién se extrañará entonces de que el hombre, no encontrando en aquel hogar nada que le atraiga, le retenga y consuele, se aleje lo más posible, provocando al mismo tiempo el alejamiento de la mujer, de la madre, cuando no es más bien el alejamiento de la mujer el que prepara el del marido; uno y otra, encaminándose así a buscar en otra parte, con grave peligro espiritual y con perjuicio de la trabazón familiar, el descanso, el reposo, el placer que no les concede la propia casa? ¡En este estado de cosas, los más desventurados son, sin duda, los hijos!

He aquí, esposas, hasta dónde puede llegar vuestra parte de responsabilidad en la concordia de la felicidad doméstica. Si a vuestro marido y a su trabajo corresponde procurar y hacer estable la vida de vuestro hogar, a vosotras y a vuestro cuidado pertenece el rodearlo de un bienestar conveniente y el asegurar la pacífica serenidad común de vuestras dos vidas. Esto es para vosotras no sólo una obligación natural, sino un deber religioso y un ejercicio de virtudes cristianas con cuyos actos y méritos, crecéis en el amor y en la gracia de Dios.

“¡Pero -dirá tal vez alguna de vosotras- de esa manera se nos pide una vida de sacrificio!” Sí; vuestra vida es vida de sacrificio, pero no sólo de sacrificio. ¿Creéis, acaso, que en este mundo se puede gozar una verdadera y sólida felicidad sin conquistarla con alguna privación o renuncia? ¿Pensáis que en algún rincón de este mundo se encuentra la plena y perfecta dicha del Paraíso terrestre? ¿Y creéis tal vez que vuestro marido no tiene también que hacer sacrificios, a veces muchos y graves, para procurar un pan honrado y seguro a la familia? Precisamente, estos mutuos sacrificios, soportados juntos y con recíproca utilidad, dan al amor conyugal y a la felicidad de la familia su cordialidad y firmeza, su santa profundidad y aquella exquisita nobleza que se imprime en el recíproco respeto de los cónyuges y que los exalta en el afecto y en la gratitud de los hijos. Si el sacrificio materno es el más agudo y doloroso, lo templa la virtud de lo alto. De su sacrificio aprende la mujer a tener compasión de los dolores del prójimo. El amor a la felicidad de su casa, no la cierra en sí misma; el amor de Dios, que en su sacrificio la eleva sobre sí misma, le abre el corazón a la piedad y la santifica.

“Pero -se objetará tal vez todavía- la moderna estructura social, obrera, industrial y profesional, empuja a muchas mujeres, aun casadas, a salir fuera de la familia y a entrar en el campo del trabajo y de la vida pública”. Nos no lo ignoramos, queridas hijas. Es muy dudoso si esa condición de cosas constituye para una mujer casada lo que se dice el ideal. Sin embargo, hay que tener en cuenta el hecho. Con todo, la Providencia, siempre vigilante en el gobierno de la humanidad, ha insertado en el espíritu de la familia cristiana fuerzas superiores capaces de mitigar y vencer la dureza de semejante estado social y de prevenir los peligros que indudablemente se esconden en él. ¿No habéis observado tal vez cómo el sacrificio de una madre, que por especiales motivos debe, además de sus deberes domésticos, ingeniarse para procurar, a costa de un duro trabajo cotidiano, el sustento de la familia, no sólo conserva, sino que alimenta y aumenta en los hijos la veneración y el amor hacia ella, y da fuerzas a su gratitud por sus afanes y fatigas, cuando el sentimiento religioso y la confianza en Dios constituyen el fundamento de la vida familiar?

Si es ese el caso en vuestro matrimonio, unida la plena confianza en Dios, que ayuda siempre al que le teme y sirve, unid, en las horas y días que podréis consagrar enteramente a vuestros seres queridos, un doble amor y un celoso cuidado, no sólo para asegurar el mínimo indispensable para la verdadera vida de familia, sino para hacer que se desprendan de vosotras, hacia el corazón del marido y de los hijos, rayos luminosos de sol que conforten, abriguen y fecunden, aun en las horas de la separación externa, la trabazón espiritual del hogar.

Fuente: S.S. Pío XII, Discurso del 11 de marzo de 1942